Las siete plagas de 2020. Un año para repensar el mundo

Por Antonio López Crespo

Las“siete plagas de Egipto”es una expresión tradicional que se usa para manifestar todos los males que, de pronto, pueden sobrevenir sobre un territorio. Proviene de la leyenda bíblica y alude a las plagas que Moisés y Aarón —por orden divina— arrojaron sobre Egipto para lograr la liberación del pueblo judío. En realidad, nunca fueron siete sino once, tal como se refleja en el libro del Éxodo (Antiguo Testamento, capítulos VII al X). El faraón se había negado a liberarlos, como pedía Moisés, pese al mágico poder demostrado por Aarón al convertir su vara en una serpiente delante del soberano.

Las once plagas del relato bíblico fueron: “Convertir el agua del Nilo en sangre, provocar una invasión de ranas, transformar el polvo del desierto en mosquitos, infestar de moscas el país, generar una peste para acabar con el ganado, causar una lluvia de cenizas que acarreaba llagas y tumores en hombres y animales, originar una peste letal sobre Egipto, engendrar una lluvia de piedras que destruyó viviendas y cosechas, promover una plaga de langostas, desatar unas tinieblas que cubrieron el cielo del país durante tres días y determinar la muerte de todos los primogénitos tanto en hombres como en animales”. Pareciera que el faraón no resistió tanto asedio y terminó dejando partir al pueblo de Jehová hacia el desierto. Ese es el origen de la expresión las “siete plagas de Egipto”, que ha llegado hasta nosotros como la más elocuente del infortunio de un país.

Las siete plagas de 2020

En el contexto global, pareciera que el año que estamos concluyendo nos hubiera enfrentado a unas nuevas “siete plagas” o amenazas, con la única esperanza de rogar para que en realidad no sean once, como en la Biblia. Repasémoslas.

1. El coronavirus

Si al mundo convulsionado le faltaba algo en 2020, era una pandemia. El brote se produjo en China en diciembre pasado en Wuhan (Hubei), cuando se reportó un grupo de personas con neumonía de causa desconocida, en especial trabajadores del mercado mayorista de mariscos de esa ciudad, donde se venden, entre otros productos, varios tipos de animales exóticos vivos.

La epidemia de neumonía, denominada oficialmente como COVID-19, ha sido provocada por un nuevo tipo de coronavirus (SARS-CoV-2), que tiene una similitud de un 70% con el SARS-CoV, causante de la epidemia de SARS en 2002-2003.

El impacto de la pandemia del coronavirus no solo es una tragedia en términos de dolor humano. Sus efectos en la economía mundial son dramáticos. Además del desplome masivo del comercio mundial, las inversiones se han retirando de países emergentes en volúmenes históricos —100.000 millones de dólares solo en la fase inicial, según el Fondo Monetario Internacional (FMI)—, los precios de las materias primas cayeron, el gasto público se multiplicó, las remesas desde el mundo desarrollado hacia los países más pobres se contrajeron, mientras que se producía un desplome global del empleo y un avance dramático de la pobreza.

Para combatir la pandemia, Gobiernos en todo el mundo han tenido que establecer restricciones de movimientos y cuarentenas que otorgan dimensiones históricas a la crisis económica desatada, que impacta de manera profunda en todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos a nivel global y en los sectores productivos y de servicios.

El World Economic Outlook de junio anticipó un desplome promedio del producto interno bruto (PIB) a nivel global de un 4,9%. Para la Comisión de la Unión Europea, la zona euro se encogerá un 8,7% en 2020 y la Unión Europea, un 8,3%, con desplomes del PIB que pueden ser históricos (Francia: −10,6%, Italia: − 11,2%).

La recesión económica en los países emergentes será la más grave del último medio siglo. África, que avanzaba de forma extraordinaria, afrontará una recesión económica por primera vez en 25 años. “Nunca antes se había dado una crisis tan rápida y tan profunda”, advierte Kenneth Rogoff, exjefe de economía del FMI.

Como advierte Inger Andersen, directora ejecutiva del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la pandemia es un llamado de atención: “La naturaleza nos está enviando un mensaje”. Su destrucción está amenazando nuestra propia supervivencia: “Si no cuidamos la naturaleza, no podemos cuidar de nosotros mismos. A medida que crece la población mundial y nos acercamos al umbral de los 10.000 millones de personas, tenemos que prepararnos para llegar al futuro con la naturaleza como nuestro aliado más fuerte”, asegura Andersen.

Para ello es necesario replantear nuestro actual modelo de explotación y consumo de recursos: 60.000 millones de toneladas de renovables y no renovables por año imponen mejorar los sistemas de producción, gestionar los recursos de modo sostenible y reducir volumen de objetos y residuos. Y, a la vez, transformar el modelo energético: sustituir los combustibles fósiles por energías renovables, sustituir la producción de plásticos y otros materiales contaminantes.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 75% de las enfermedades infecciosas emergentes surgidas en los últimos 40 años provienen de la vida silvestre. La mayor parte de los patógenos que infectan personas son zoonóticos, es decir, pasan de animales a seres humanos. De los 1415 patógenos humanos conocidos en el mundo, el 61% son zoonóticos. Es el caso del virus SARS-CoV-2 o ébola. Las enfermedades infecciosas son un problema ambiental. Algunas de las epidemias más graves de los últimos años provienen del deterioro de los hábitats naturales, lo que favorece la zoonosis, es decir, el traspaso de agentes infecciosos de una especie animal a otra, incluidos los humanos.

Cada vez que el hombre avanza sobre los bosques tropicales para “liberar” tierras para la agroganadería, está “liberando” también virus desconocidos y potencialmente nuevos, de sus anfitriones naturales, que pueden pasar a los humanos.

Como señala Barbara Unmüßig, presidenta de la Fundación Heinrich-Böll, el sistema que hemos montado no funciona: “En enero de 2020, ocho de las más grandes empresas de alimentos y bebidas distribuyeron entre sus accionistas cerca de 18.000 millones de dólares en dividendos —diez veces el monto que Naciones Unidas necesitaría para luchar contra el hambre—. Esa es la brecha”. En plena pandemia, el mundo parece resistirse a ver lo cerca que estamos de una crisis de deuda. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) ha alertado que solo el pago de la deuda pública de los países en desarrollo, entre 2020 y 2021, rondará entre los 2,6 y 3,4 billones de dólares.

La pandemia ha revelado de forma brusca la vulnerabilidad de las sociedades que hemos construido, pero a la vez es una enorme oportunidad de encarar cambios profundos. El Green New Deal (GND) europeo es un ejemplo del rumbo hacia donde remodelar la economía si queremos evitar la catástrofe climática y social.

La fuerte respuesta del Gobierno chino para poner en cuarentena ciudades enteras y realizar fuertes operativos de contralor ha permitido que la pandemia tuviera una extensión limitada en China y facilitara su pronta recuperación, mientras que en Occidente se ha prolongado durante todo el año con picos actuales en EE. UU. altamente preocupantes.

Sin embargo, en lugar de generar una mirada positiva sobre la acción sanitaria china, en Europa y Estados Unidos se han exacerbado las reacciones negativas hacia China, incluidos manifiestos brotes de racismo. El Ministerio de Exteriores de China aseguró que, en lugar de ofrecer alguna ayuda significativa, EE. UU. ha adoptado medidas dirigidas a generar una reacción de miedo al brote de coronavirus con fines de guerra comercial, buscando el mayor deterioro posible de la economía del gigante asiático y haciendo un “uso político” de la pandemia.

Lin Weiliang, vicepresidente de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma —el responsable de la planificación—, ha reconocido el efecto negativo del coronavirus en la economía, particularmente en el consumo, pero aseguró que el impacto será de corta duración y que la fortaleza económica del país cuenta con los recursos para solventarlo.

La extensión del feriado del Año Nuevo chino más el cierre de sus fábricas durante varios días y el aislamiento completo de más de 60 millones de ciudadanos tuvo un impacto sobre las cuentas del país, pero también sobre la economía mundial.

Al tratarse de China —el verdadero motor del crecimiento global en los últimos años—, su menor demanda de materias primas, como petróleo, cobre o acero, se hizo sentir, en especial sobre los países emergentes, en el primer trimestre del año. Sin embargo, China retornó a un crecimiento “casi normal”, con un 4,9% en el tercer trimestre de 2020.

De hecho, para el FMI (según su Informe de perspectivas de la economía mundial), China será la única gran economía del mundo que crezca este año, con una expansión estimada del 1,9%, a la que se sumará un crecimiento del 8,2% en 2021.

China está sorprendiendo por su capacidad para combatir satisfactoriamente el coronavirus y evitar la recesión. En los dos primeros meses del año, la economía china experimentó una fuerte contracción, pero los datos recientes apuntan a una sólida recuperación.

La gran mayoría de las empresas ha reanudado su actividad, aunque en las pymes la utilización de la capacidad instalada aún sigue estando por debajo de los niveles normales. La producción industrial parece recuperarse mucho más rápido que la demanda de los consumidores, muy proclives en China al ahorro, por lo que el Gobierno está estimulando el consumo interno. 

Para Oxford Economics, si la economía china no alcanzara niveles aceptables de recuperación, tendría un impacto negativo en la economía mundial. En razón del importante rol que tiene actualmente China en las redes de producción global, cualquier retraso en la producción o en la provisión de suministros puede generar problemas graves a escala mundial. Hyundai (Corea del Sur) tuvo que suspender su producción de automóviles por falta de piezas provenientes de China, proveedora fundamental en industrias como la automotriz, la electrónica o de telecomunicaciones.

Según David Lafferty, vicepresidente y estratega jefe de Natixis Investment Managers, una compañía francesa de gestión de activos y fondos de inversión, con casi 1 billón de euros de capital administrado, “el brote está afectando a China en un momento inoportuno”, ya que su crecimiento estaba en fase de desaceleración, “y probablemente la emergencia sanitaria restará entre un 1% y un 2% al PIB anual”, lo que supondrá un difícil desafío para China y para la economía global.

Si bien la universalización de un impacto en la economía china no debe subestimarse, ya que el país representa el 18% del PIB mundial y es el mayor exportador global y el segundo importador, cabe reflexionar sobre la experiencia del SARS. Este duró ocho meses y, sin embargo, la fuerte caída que provocó en el crecimiento económico de China fue solo en un trimestre, seguido de una rápida recuperación.

Algo similar ha ocurrido con la COVID-19, pero hoy China es muchísimo más fuerte que en 2003y, comoexplicaAlberto Grille, “asombra al mundo con la sinceridad, fortaleza, equilibrio, método y rigor que viene demostrando en el combate del coronavirus”. Queda por preguntarse: ¿hasta cuándo durará esta “plaga”? Para China, las previsiones estiman que hasta comienzos del próximo año. Bill Gates considera que EE. UU., gracias a las vacunas,volverá a una cierta “normalidad” en el verano de 2021:“En el mundo rico seguro que deberíamos poder terminar con esto (el coronavirus) para fines de 2021, mientras que el resto de los países lo vería concluido para fines de 2022”. Sin embargo, Gates adelanta que la pospandemia nos enfrentará a cambios profundos que focaliza en una virtualización de los negocios, una mayor sofisticación del software, un incremento del teletrabajo, una reorganización y desconcentración urbanas, un incremento de la socialización y una mayor resiliencia ante las pandemias.

2. El Brexit y sus consecuencias

Después de las elecciones generales de diciembre pasado, que dieron como resultado la formación de un gobierno conservador y la ratificación parlamentaria del Acuerdo de Retirada por el Parlamento, desde el 31 de enero de este año, el Reino Unido ya no es parte de la Unión Europea.

Tras más de 40 meses de incertidumbre y tensas negociaciones, finalmente el Reino Unido concretó su salida formal de la UE. Para que el divorcio tuviera todas sus consecuencias a nivel político, económico y social para ambas partes, se dieron hasta el 15 de octubre pasado. Pero todo terminó en un pedido de Johnson para que se les otorgue una prórroga amenazando con un Brexit duro.

Más de cuatro años después de haber optado por el Brexit con una dudosa mayoría en el referéndum de 2016, el Reino Unido sigue regateando un acuerdo comercial que debería entrar en vigor al concluir definitivamente la pertenencia del país al bloque el 31 de diciembre de este año.

Aunque el Reino Unido pasó a formar parte de la Unión Europea en 1973 (tras dos luminosos rechazos de De Gaulle, que anticipó el final de esa historia), lo cierto es que nunca existió, por parte de los británicos, una verdadera visión integradora. El aislacionismo y un nacionalismo cerril funcionaron como el sedimento de “euroescepticismo” que, en realidad, siempre fue un rechazo a entender la enorme trascendencia de la construcción de una “unidad europea” por encima de naciones con raigambre histórica y una identidad tan fuertes y consolidadas como la británica.

El Reino Unido entendió la Comunidad Europea apenas como una alianza de países que se unían para comerciar y hacer negocios. Cuando la UE avanzó raudamente hacia estrechar lazos en materia de integración completa, el Reino Unido siempre mostró sus resquemores.

El avance europeo hacia regulaciones dirigidas a fortalecer el “destino común” fueron vividas por buena parte de las élites de la isla como “desgarramientos de su poder soberano”. Pujó por lograr concesiones especiales: el llamado “cheque británico”, para que se le devolviera parte de las aportaciones que debían hacer todos los países de la UE; no formar parte del Tratado de Schengen, que permite la libre circulación en el territorio común; rechazar la adopción del euro y mantener la libra como su moneda nacional, etc.

En febrero, la periodista Josefina Martínez publicó un interesante artículo sobre los mitos del nacionalismo inglés a propósito del último libro del irlandés Fintan O’Toole, Un fracaso heroico. El Brexit y la política del dolor. O’Toole recorre las construcciones ideológicas y los mitos que el nacionalismo inglés presentó como amenazas reales en su batalla a favor del Brexit: el espectro de una nación invadida (por las regulaciones de la UE, por el cosmopolitismo europeo, por el poder alemán y por los inmigrantes) que tiene que ser “liberada”. “Retóricamente, es un lugar común entre los antieuropeos británicos que la UE era la continuación de una manera más solapada de los intentos anteriores de dominación desde el continente”, declara.

El mito se asienta en una visión “insular” de Gran Bretaña en el mundo: aislada y amenazada, se interroga si no habrá sido derrotada por Alemania, ya no en la guerra, sino a través de la burocracia de la UE.

Martínez devela los sentimientos que están en el corazón del conservadurismo inglés que llevaron al Brexit y recupera un texto de julio de 2016: “Napoleón, Hitler y algún otro intentaron unificar Europa sometiendo al Reino Unido y acabaron fracasando en el intento. La Unión Europea es un intento de conseguir el mismo objetivo por otros medios, y también está condenada al fracaso, porque es imposible unificar Europa cuando nadie o casi nadie se siente verdaderamente europeo”. ¿Quién lo firma? Boris Johnson, un mes antes del referéndum.

Detrás de esta retórica delirante se esconde la frustración de las élites británicas por la desaparición de su imperio, cuyos restos de grandeza chocan brutalmente con su irrelevancia geopolítica actual. Es la misma retórica que motoriza el discurso del “agravio excesivo” que adoptan Donald Trump y Mateo Salvini.

Aquel matrimonio que acaba de concluir en divorcio nunca se fundó en amor ni en un proyecto de vida en común. Fue solo un negocio y duró hasta que parte de la dirigencia británica prefirió atribuir los resultados de la pésima gestión de sus gobiernos a las disposiciones de Bruselas.

El “euroescepticismo” (una mala denominación para un congénito desprecio por lo “europeo” de las élites británicas que se asienta en un decimonónico nacionalismo) logró forzar el Brexit. Y lo de forzar es apropiado si recordamos los confesos tejemanejes de Cambridge Analytica para lograr un resultado electoral estrecho y altamente sospechoso de manipulación. Christopher Wylie, exdirector de la firma que utilizaba datos de la red social para planificar campañas electorales, aseguró que “el Reino Unido no habría votado salir de Europa sin su intervención”.

Una mitad de los ciudadanos británicos y la mayoría de escoceses e irlandeses querían seguir perteneciendo a la UE, pero sus élites decidieron que había llegado la hora de romper. Queda por saber cuáles serán las consecuencias de esa salida. Una de ellas tiene que ver con la pérdida de relevancia internacional del Reino Unido. Dejar de formar parte de las instituciones europeas lo excluye de la toma de decisiones sobre la segunda economía mundial.

Aislada, hoy apenas representa el 3,2% del PBI mundial (FMI, 209) y es la décima economía de exportación del mundo, con un saldo negativo de más de 200.000 millones de dólares. El índice de crecimiento de su economía fue de un exiguo 1,7% en los últimos cuatro años y se prevé que sea aún menor en el futuro: un 1,4%.

El Banco de Inglaterra estima que la economía británica ya es un 2% más pequeña de lo que hubiera sido si los votantes hubieran elegido permanecer en la UE, lo que se traduce en una pérdida de 1000 millones de dólares semanales. Otros analistas la estiman en un 3%, es decir, 1500 millones semanales.

Desde el referéndum, la libra esterlina se ha debilitado. Ha caído de 1,70 dólares en 2014 a 1,30 dólares en la actualidad (más del 20%). El déficit comercial con el resto del mundo se ha ampliado a un 6 % del PIB y el crecimiento real de este ha retrocedido de más del 2% anual a solo el 1%, con la producción industrial estancada. Mientras que la economía del Reino Unido superaba a la mayoría de las principales economías del G7 en 2015, hoy está peor que Italia.

En ese contexto, sorprende el “triunfalismo” de la despedida británica del recinto del Parlamento europeo con payasescas corbatas, pancartas y canciones, siguiendo el show de Nigel Farage, el líder del Partido del Brexit, mientras que un también eufórico Boris Johnson no logra abordar los dos problemas económicos más acuciantes de su país: una productividad mediocre y una desigualdad creciente.

El crecimiento de la productividad ha sido decepcionante desde la crisis financiera de 2008. La tasa media de crecimiento anual por hora trabajada no ha superado el 0,2% en los últimos 11 años. Componer esa crisis de productividad es quizá el mayor reto que tiene la economía británica fuera de la UE, cuando supere la pospandemia.

A la manera de Trump, Johnson proclama “medias verdades” y ventila datos que parecen positivos: una baja tasa de desempleo. Pero ello no resulta en una mejoría de la productividad, sino en muchos empleos a tiempo parcial o con “contratos de cero horas” que no ofrecen garantía alguna de tiempo de trabajo.

Como señala Howard Archer, asesor principal del EY ITEM Club, una organización que produce pronósticos económicos en el Reino Unido, “el empleo ha ido en aumento, pero el crecimiento ha sido mediocre, por lo que el pago por hora trabajada en realidad ha disminuido”.

Es lo que confirma el Trades Union Congress, que señala que el trabajador promedio perdió 11.800 libras en ingresos reales desde 2008 y que el Reino Unido ha sufrido la peor caída de los salarios reales entre las principales economías. Stephen Clarke, economista sénior de The Resolution Foundation, muestra que “si bien los salarios han crecido a su ritmo más rápido en una década y el empleo está en un nivel récord, el panorama general es que el salario ajustado a la inflación sigue siendo de casi 5000 libras al año menos que cuando Lehman Brothers todavía existía”.

Asimismo, durante 2018 y 2019 siguieron creciendo las insolvencias comerciales en el Reino Unido: un 10% y un 7% respectivamente. Obviamente dejamos fuera de análisis las consecuencias excepcionales de la crisis sanitaria todavía en curso y de consecuencias impredecibles. La deuda de los hogares ha aumentado hasta el 140% de sus ingresos disponibles, lo que plantea un riesgo potencial para el sector financiero y una manifiesta desigualdad creciente.

Ya en su momento, el conservador George Osborne, como canciller del Tesoro británico, vaticinó que la salida de la UE pondría al país frente a una caída económica importante y dejaría entre 500.000 y 800.000 trabajadores desocupados.

La salida del Reino Unido de la UE fue hecha con la falsa promesa de recuperar los aportes que se hacían al presupuesto comunitario. Johnson y Farage aseguraron a los votantes durante la campaña del Brexit que esos fondos eran necesarios para impulsar la alicaída economía británica. Omitían dos factores importantes: uno, dejar de contribuir al presupuesto europeo implicaba perder los beneficios comerciales de operar dentro de la Comunidad. El Reino Unido es ahora un país extranjero y como tal deberá pagar más impuestos y aranceles para hacer negocios con la UE. Y dos, esos nuevos costos podrían ser iguales o superiores a los aportes hechos al presupuesto europeo.

Un análisis realizado para Bloomberg Economics por Dan Hanson —un execonomista del Tesoro británico—descubrió que, desde el referéndum de salida (junio de 2016), el crecimiento económico del Reino Unido fue inferior al de otros países del G7 y que la economía británica es un 3% más pequeña de lo que podría haber sido si hubiera permanecido en la UE.

Para Hanson, esas pérdidas económicas debidas al Brexit sumaron 132.000 millones de libras (171.000 millones de dólares) a fines de 2019, y superarán los 203.000 millones de libras (264.000 millones de dólares) a fines de 2020. Mathew Keep, de la Cámara de los Comunes, va más lejos: revela que la contribución total del Reino Unido a la UE desde su incorporación (1973) al Brexit (2020) sumó 215.600 millones de libras (280.500 millones de dólares) ajustados por inflación.

Hanson anticipa que“a medida que el Reino Unido establece su nueva relación comercial con la UE y se enfrenta al desafío de la productividad que ha obstaculizado el crecimiento desde la crisis financiera, es probable que el costo anual del Brexit siga aumentando” y calcula que es probable que se sumen otros 70.000 millones de libras (91.000 millones de dólares) para fines de 2020.

Eso significa que el costo combinado del Brexit desde 2016 probablemente será pronto mayor que el costo total de los aportes a la UE, que fueron el argumento básico de la demagógica campaña Leave EU.

En un estudio anterior (Britain’s FreeTrade Brexit ChallengeFind 7 Americas), Hanson había adelantado que la ruptura con la UE le impondría al Reino Unido “la necesidad de adoptar una política comercial extremadamente ambiciosa”, ya que de no lograr alguna forma de acuerdo posterior con sus antiguos socios comunitarios su exposición comercial sería muy riesgosa.

El “soñado” acuerdo de libre comercio con EE. UU. con el que alardea Boris Johnson cubriría solo una pequeña parte del costo de dejar la UE y uno con sus exsocios de la UE cubriría apenas la mitad del costo. Tampoco los acuerdos complementarios a los que aspira (Australia, Nueva Zelanda, India o China) alcanzarían a compensar las pérdidas económicas del abandono del mercado único.

Además, el sueño del acólito del derrotado Trump choca con dos icebergs a la vez: la retracción del comercio mundial fruto de la pandemia y el liderazgo de China en el mayor tratado de libre comercio del mundo (RCEP) firmado a mediados de noviembre con sus 14 socios del Asia Pacífico, incluidos Australia y Nueva Zelanda.

La UE significaba alrededor del 57% del comercio de bienes del Reino Unido y el 40% del comercio de servicios. La economía británica tiene un débil crecimiento de la inversión y la productividad en los últimos 20 años, sobre todo en relación con otros países de la OCDE. Se trata de una economía “rentista”, apoyada en demasía en el sector de servicios financieros y comerciales, sector en el que los pronósticos presagian una caída del comercio con la UE en torno al 50-65% a partir de la ruptura.

Bancos, compañías de seguros y administradoras de activos han trasladado cientos de millones de libras de inversión hacia filiales de los países de la UE para mantener sus clientes. El Banco Central Europeo ha recibido casi medio centenar de solicitudes de bancos londinenses para operar en la UE.

Se agregan además otros dos problemas: 1. El manifiesto rechazo del premier británico a concretar un acuerdo comercial UE-Reino Unido que regiría formalmente las relaciones económicas y financieras entre ambos, en tanto ese intercambio representa la mitad de los bienes y servicios británicos hacia el mundo. El gobierno de Boris Johnson rechazó todas las ofertas de Bruselas para evitar que el corte coincida con la pandemia y parece prepararse para un Brexit duro: ha encargado a Mullen Lowe London, una empresa de relaciones públicas, preparar a los británicos (tanto individuos como empresas) para el impacto negativo de la salida de la Unión Europea. Algo que había prometido que sería la panacea; y 2. Las dificultades en la actual relación económica con EE. UU. (derivada del rechazo de Trump a los controles ambientales —algo que se aliviará con la llegada de Biden—) y la posición poco amistosa del Reino Unido con China durante los disturbios de Hong Kong, lo que agrega “ruido” en dos de los frentes de acuerdos que necesitaría Londres.

Según estimaciones del propio Gobierno británico, la salida de la UE con un acuerdo de libre comercio básico como el que se está debatiendo implicará una pérdida de un 6,7% de su PIB en los próximos 15 años. Tres puntos de esa suma se deberán a “barreras no arancelarias” en el comercio del sector servicios, que no está incluido en el acuerdo que busca Johnson y que representa el 80% de la economía británica.

Hay además bienes físicos que exporta el Reino Unido, como piezas de avión, alimentos o coches, que deberán ser autorizados por los reguladores europeos. Los tres asuntos que siguen pendientes en la negociación son controlar el cumplimiento del acuerdo, el level-playing field que garantiza la igualdad de condiciones y la pesca.

El escenario no es alentador. “Puede que no tengamos éxito”, declaró David Frost, el negociador jefe del Reino Unido para el Brexit. “Estamos trabajando para llegar a un acuerdo, pero el único posible es uno que sea compatible con nuestra soberanía y que nos permita retomar el control de nuestras leyes, nuestro comercio y nuestras aguas”, dijo.

Además, quedan abiertos temas que pueden significar dificultades para el Reino Unido: la compensación económica que debe abonar el Reino Unido por abandonar la UE (entre 45.000 y 50.000 millones de euros) y la gestión de la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte, uno de los aspectos más delicados que provoca el Brexit.

Por último, queda pendiente la existencia misma del Reino Unido como tal: el desafío de la independencia de Escocia y su voluntad de seguir perteneciendo a la UE, y el debate que se abre sobre la posibilidad de una Irlanda unida y europea.

Las consecuencias del Brexit no se detendrán en el Reino Unido. También la UE sufrirá su impacto. La partida representa una reducción de su población y de su mercado interno de 65 millones menos de ciudadanos. Los británicos representaban el 13% de los 510 millones de habitantes de la Unión Europea. La UE de los 27 tendrá 445 millones de habitantes y deberá además afrontar conjuntamente los 18.700 millones de euros de la aportación del Reino Unido al presupuesto de la UE. La producción económica del bloque de 14,2 billones de euros se verá reducida en 2,6 billones de euros, que eran el aporte del Reino Unido (un 17%). Y la representación de la UE en el comercio mundial se reducirá del 22% al 18,2%.

Sin embargo, los mayores problemas son de índole política. La ruptura del Reino Unido abre la compuerta a los reclamos hacia una Europa que crece lentamente, que no termina por resolver el problema de inmigración y que acrecienta algunos focos de desigualdad e inequidad social que se expresan en un descontento que recorre todo el continente en los últimos años y que ha sido aprovechado por una ultraderecha disruptiva.

Además, la UE tiene que enfrentar una recomposición ante la cuarta revolución industrial, el 5G y la Internet de las cosas, las dificultades del euro, el retroceso de su alianza tradicional con EE. UU. tras los dislates de Trump (que podría recuperarse con el reciente triunfo de Biden) y la necesidad de un equilibrio con el frente geopolítico trazado por Rusia y China. Para algunos analistas, tras el proceso de desvinculación, cabe esperar una etapa de tensiones y divisiones de algunos países con la conducción de Bruselas. Tampoco el contexto internacional ayuda a que el Brexit implique una salida fácil para ambas economías. Las perspectivas económicas mundiales son de desaceleración, tal como lo pronostica el FMI.

3. La guerra EE. UU.-China

El organismo monetario enumera los problemas que conforman el actual contexto de las relaciones internacionales: agudización de las tensiones geopolíticas, particularmente entre EE. UU. e Irán, nuevo empeoramiento de las relaciones entre EE. UU. y sus socios comerciales, profundización de las fricciones económicas entre otros países y aumento del malestar social. Y prevé que “la materialización de estos riesgos podría provocar un rápido deterioro y dar lugar a una caída del crecimiento mundial por debajo del nivel de base proyectado”.

La guerra comercial que mantienen EE. UU. y China desde la llegada de Trump al poder es el corazón de esas fricciones a las que alude el FMI. Y se corresponde a una estrategia de largo alcance de los “halcones” que Trump ha llevado a la Casa Blanca y que tienen una manifiesta posición anti-China, a quien consideran un “país enemigo”.

La llegada de Biden a la Casa Blanca en enero difícilmente significará un mejoramiento de esas relaciones. El líder demócrata ha reiterado con frecuencia la posición anti-China, que es parte de la estrategia de seguridad nacional de EE. UU. Por otra parte, no querrá oponerse a la corriente de opinión pública que ha hecho del avance global de China la simplista explicación de todos los males que soporta su país.

La guerra planteada por Washington no es comercial sino la respuesta a la creciente importancia de China a escala global y al claro retroceso de EE. UU. —el país más endeudado del mundo— en su aceptación y significación como líder hegemónico mundial.

Sin embargo, sin duda mejorarán las formas y desaparecerán los dislates con los que Trump acompañaba su “nacionalismo” vetusto. De hecho, su torpeza en el diagnóstico ha sido tal que el déficit en el balance del comercio con China —una de sus banderas— ha crecido pese a los aranceles, las sanciones y las amenazas.

La guerra planteada por Washington no es comercial sino la respuesta a la creciente importancia de China a escala global y al claro retroceso de EE. UU. —el país más endeudado del mundo— en su aceptación y significación como líder hegemónico mundial. Es una guerra en toda la línea.

Tras más de dos años de conflicto económico, el pacto comercial alcanzado en enero (fase 1 del acuerdo) fue solo una tregua. Ponía en el papel un hecho con el que Trump soñaba: el descenso de las compras de productos chinos por parte de EE. UU. China mostró su buena voluntad en febrero al anunciar un paquete de concesiones, el más importante que Beijing ha realizado desde el inicio de la disputa comercial.

Se trataba de nuevas exenciones arancelarias a 696 productos importados de EE. UU., incluidos productos agrícolas y energéticos (carne de cerdo y vacuno, soja, gas natural licuado y petróleo crudo), rubros a los que Trump apostaba para ganar su reelección, ya que responden a sectores donde tiene su mayor respaldo electoral. A ello debían agregarse exenciones parciales al etanol desnaturalizado y ciertas partidas de trigo, maíz y sorgo, así como a algunos dispositivos médicos y metales, como el cobre y sus concentrados y chatarra de cobre y aluminio.

Esas exenciones eran parte del compromiso chino de aumentar sus compras de bienes y servicios a EE. UU. por 200.000 millones de dólares en dos años. El acuerdo incluía una mayor apertura de los mercados financieros chinos, la protección de tecnología y marcas estadounidenses y la creación de un foro para la resolución de sus conflictos. Sylvain Broyer, economista jefe para Europa de Standard and Poors, comparte las dudas: “Este acuerdo puede crear una distención a corto plazo, pero es solo una etapa…, es de temer que esto solamente sea ‘la punta del iceberg’ de la guerra comercial”.

Y así fue… De hecho, la fase 1 del acuerdo entre los dos gigantes de la economía mundial no resolvía ninguno de los aspectos más complejos de la relación comercial entre ambos. Ni los subsidios gubernamentales a la industria china que EE. UU. le atribuye a Beijing, ni los controles del Estado chino sobre los recursos fundamentales de su economía que le han permitido un extraordinario desarrollo en pocas décadas, han sido solucionados.

Por otra parte, Trump mantuvo la casi totalidad de los aranceles sobre productos chinos por 360.000 millones de dólares, postergó toda otra discusión hasta noviembre —donde suponía que tendría asegurada su reelección—, avanzó como un elefante en un bazar con Huawei, otras empresas chinas y Hong Kong y “militarizó” el problema del mar de China y Taiwán.

Lo que parecían concesiones chinas a Trump tenían una explicación política: el Partido Demócrata se ha mostrado proclive a endurecer las relaciones con China y buena parte de su dirigencia comparte la posición anti-China de los halcones de Washington.

Pero China no cederá en ningún caso acerca de las herramientas de control de su economía, eje central de su concepción de “socialismo de mercado”. EE. UU. se ha quejado reiteradamente de que China utiliza los enormes fondos acumulados en su etapa de expansión para desarrollar industrias que compiten con sus empresas, algo que todo Occidente ha hecho durante décadas para fortalecer su desarrollo.

He Weiwen, un destacado economista chino, exfuncionario del Ministerio de Comercio, señaló que el acuerdo ofrecía “al menos una tregua en esta guerra comercial”. Así lo consideraban los funcionarios chinos que se mostraron flexibles a la hora de negociar.

China mantiene con relación a la guerra comercial tres estrategias concurrentes: distender las fricciones, avanzar en la búsqueda de nuevos mercados y acelerar su Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, que facilitará nuevas exportaciones chinas y mayor liderazgo. La puesta en marcha del RCEP hace menos de un mes pone de manifiesto esa estrategia.

Por otra parte, el manejo “anabólico” de la economía y la pésima gestión de la pandemia por parte de Trump, con 11 millones y medio de contagiados y 250.000 muertos (casi cinco veces más que las bajas de EE. UU. en la guerra de Vietnam), ha desbaratado sus planes y precipitado su despido del despacho oval.

China mantiene con relación a la guerra comercial tres estrategias concurrentes: distender las fricciones, avanzar en la búsqueda de nuevos mercados y acelerar su Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda.

Pero lo cierto es que la relación China-EE. UU., que ha sido un notable motor del crecimiento económico global, está deteriorada. Y tiene y tendrá impacto sobre la economía mundial. El portavoz del FMI, Gerry Rice, lo expresa con claridad: “En el pasado dijimos que las tensiones comerciales constituían una amenaza; lo que decimos ahora es que no son solo una amenaza, sino que están comenzando a ralentizar el dinamismo de la economía mundial”. De hecho, podría reducir el PIB mundial más allá de la pandemia y ocasionar pérdidas adicionales en los siguientes años.

Keith Bradsher, jefe de la oficina de Shanghái del New York Times, profetizó en enero que el acuerdo planteado en su momento “en vez de reparar la relación, podría distanciar todavía más a estos dos titanes de la economía y transformar la manera de hacer negocios en el ámbito mundial”.

Esa transformación está asumiendo formas diversas. Desde el traslado de las cadenas de suministro de muchas empresas chinas a otros países para “esquivar” los aranceles u otro tipo de sanciones, hasta expandir aún más las exportaciones chinas a terceros países. El anuncio del presidente Xi durante la apertura de la Exposición Internacional de Importaciones de China, que se comprometía a una mayor apertura económica e importaciones récord en la próxima década, conjugan con esa estrategia.

Después de todo, hoy EE. UU. solo representa el 4% de la economía china. Además, queda pendiente cómo operará China sobre los T-Bons que posee de la deuda monumental de EE. UU. o sobre la solvencia del dólar mientras consolida el yuan con reservas crecientes de oro y avanza sobre una moneda digital.

La incertidumbre global es la regla del conflicto desatado por Trump contra China, multiplicada al infinito por la COVID-19. Lo único seguro es que el “sueño” del multimillonario neoyorkino de que los empleos que se fueron a China retornen quedó en una más de sus quimeras. A las grandes empresas estadounidenses no les cierran los altos costos de su mano de obra ni su carencia de mano de obra calificada, ni las inestabilidades de unos EE. UU. fragmentados y poniendo en crisis su unidad nacional.

Quizá algunos beneficios imprevistos puedan caer en otros países asiáticos, como Vietnam, Tailandia, Indonesia, Malasia, Taiwán e incluso India. Se están produciendo grandes cambios en las cadenas de abastecimiento y en las inversiones, acelerados por la guerra comercial pero no necesariamente fruto del conflicto. China, con el RCEP y su enorme capacidad de inversión, ya ha preparado sus redes para pescar de esos beneficios.

4. Australia zona cero: el cambio climático se acelera

El mundo se enfrenta en 2020 a grandes problemas difíciles de resolver. El de mayor trascendencia y riesgo es el cambio climático, que mantiene en jaque a la humanidad.

Por eso, en el último Foro Económico Mundial de Davos, fue el eje de discusión de los líderes globales. Del Informe de Riesgos Globales 2020 se desprende que la mayoría de los retos globales tienen que ver con problemas ambientales, mientras que el BIS —banco de los bancos centrales— publicó en enero El cisne verde anticipando que eventos sorpresivos (“cisne negro”) podrían desencadenarse por los cambios en el clima (“cisne verde”) y desatar una gran crisis económica y financiera global.

Larry Fink, CEO de BlackRock, el mayor fondo de inversión del mundo, con activos por 7 billones de dólares (lo que equivale al PBI de Francia y Alemania juntos), propuso en Davos castigos urgentes para las empresas que no contribuyan a la lucha contra el cambio climático y pronosticó que el actual sistema financiero no tiene destino y debe cambiar.

Los riesgos percibidos por los líderes mundiales tienen que ver con lo acontecido en Australia. Más de 10 millones de hectáreas calcinadas (el tamaño de Irlanda o Georgia), 480 millones de animales (estimaciones conservadoras de Chris Dickman, profesor de la Universidad de Sydney) arrasados por el fuego y enormes pérdidas en la agricultura y la ganadería (con más de 100.000 ovejas quemadas solo en isla Canguro) han convertido al país en la “zona cero del cambio climático” y a este en una realidad insoslayable.

Se estima que la cantidad de CO2 liberada durante los incendios significa el equivalente a ocho meses de emisiones de Australia y los satélites de la NASA han detectado que el humo producido afectó hasta 17,7 kilómetros en la estratosfera, dio la vuelta al mundo en la primera quincena de enero y perjudicó los glaciares de Nueva Zelanda y las costas de Sudamérica.

Dos industrias emblemáticas de Australia ya han advertido severas dificultades para operar si la sequía de los últimos años continúa. Newcrest Minning, líder en la explotación de oro en Australia, país que es el segundo exportador mundial, reveló que tiene importantes restricciones de agua para seguir operando y que su producción puede verse afectada a fines de este año por carencias hídricas. Sus acciones cayeron un 5,2%. En igual situación están Evolution Minning (oro) y China Molybdenum (cobre y oro). La importante industria vinícola australiana también sufre con las brutales sequías: GrainCorp y Treasury Wine Estates anticiparon pérdidas e impactos sobre la cosecha de 2020.

El año 2019 fue el más cálido y seco en la historia de Australia. Dos estados del sureste, Nueva Gales del Sur y Victoria, tuvieron un 20% menos de precipitaciones que la media anual. Se trata precisamente de los territorios de clima más templado, mayor riqueza natural y mayor atractivo turístico, que incluyen ciudades como Sídney y Melbourne.

El resto del país es árido o semiárido y va camino de convertirse en un desierto. Un estudio sugiere que, en 2050, Australia no tendrá invierno y surgirá una nueva estación extrema (una especie de superverano) con temperaturas sostenidas de 40 ºC.

La alarma de los líderes empresariales en Davos con Australia responde a la pésima respuesta del Gobierno australiano frente al cambio climático, algo que denunció la propia OCDE. El primer ministro, Scott Morrison, es un conservador alineado con las políticas “negacionistas” de Trump y Bolsonaro. Todo su equipo se negó a atribuir la catástrofe al cambio climático y acusaron a los ambientalistas de “lunáticos”.

Australia es el tercer mayor exportador de combustibles fósiles del mundo: entre 2000 y 2015, sus exportaciones de carbón se duplicaron y actualmente representan el 29% del comercio mundial. Bajo la conducción de Morrison, Australia relajó los controles, autorizó el uso incontrolado del agua tanto para las mineras como para los cultivos, permitió la contaminación carbonífera incluso en los puertos oceánicos y se ha transformado en el 14° mayor contaminador mundial pese a ser un país con apenas el 0,3% de la población del planeta.

Es sorprendente la “ceguera” del Gobierno australiano ante la evidencia científica. En 2007, el informe del IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático) advertía de que “en el sureste de Australia, la frecuencia del riesgo extremo de incendios subirá del 4% al 25% en el 2020″ (¡sic!) y anticipaba “una mayor intensidad y un menor intervalo entre los fuegos por el aumento de las temperaturas”. La advertencia les llegó con 13 años de anticipación…

Por eso, Australia, en 2008, pretendió establecer programas para la adaptación al cambio climático, pero Morrison, como ministro del Tesoro, antes de su llegada al poder, anuló la financiación de esos programas. La oleada de incendios ha sido la respuesta brutal del clima.

El cambio climático se acelera y los tiempos para mitigar sus consecuencias se acortan dramáticamente. No solo 2019 ha sido el año más cálido y seco en la historia de Australia, sino el segundo año más cálido a nivel global desde que hay registros (1880). La presente década es la más calurosa de la historia, tanto el Ártico como la Antártida muestran importantes retrocesos de sus hielos y la temperatura de los océanos se incrementa.

Lijing Cheng, profesor del Centro Internacional de Ciencias del Clima y el Medio Ambiente (Instituto de Física Atmosférica (IAP), Academia de Ciencias de China), lo explica de manera contundente: “La cantidad de calor que hemos puesto en los océanos del mundo en los últimos 25 años equivale a 3600 millones de explosiones de bombas atómicas de Hiroshima”.

Alimentos básicos de nuestra dieta como el trigo, el cacao o el café podrían desaparecer en 2050 y la seguridad alimentaria a nivel global está en riesgo por el aumento creciente de fenómenos climáticos extremos, como sequías, inundaciones, incendios, etc. La destrucción de ecosistemas no puede repararse a corto plazo. De hecho, la ONU advirtió que el mundo se enfrenta a una extinción masiva de especies, de consecuencias imprevisibles.

Australia ha sido solo una advertencia.

5. El “azote Trump” y las secuelas de un autócrata no ilustrado

Si faltaba algo a la incertidumbre que generan la pandemia, el Brexit, los tropiezos de la unidad europea, la ralentización de su economía mundial y la agudización de las fricciones entre EE. UU. y China, durante 2020 debimos soportar la inestabilidad aportada al mundo por las amenazas constantes de Donald Trump a medio planeta.

Uno de los mayores temores de Europa, en los meses previos al resultado de las recientes elecciones en EE. UU., era que Trump decidiera reequilibrar una balanza comercial deficitaria con la UE del orden de 150.000 millones de dólares como nuevo estandarte de su demagógica campaña electoral.

La discusión sobrevoló durante 2020, como la “plaga bíblica de langostas”, sobre la cabeza de la UE y tiñó la discusión con Washington sobre los impuestos a los gigantes estadounidenses de Internet mientras se mantenían las amenazas de Trump con más aranceles a la importación de automóviles.

Sin embargo, las amenazas de Trump no terminaban ahí. Además de amenazar a países en desarrollo, como Vietnam o Tailandia, con sanciones si no contribuían a reducir el déficit comercial estadounidense, calificándolos de “países manipuladores de divisas”, también presionó a Corea del Sur, Japón e India.

Cuando un país tiene un superávit comercial significativo o de cuenta corriente con EE. UU. y hace una intervención persistente en el mercado de divisas, Washington se autoatribuye el derecho a aplicar sanciones.

Trump ha llevado esos excesos hasta el paroxismo. Ya en 2018, David A. Andelman, investigador del Centro para la Seguridad Nacional de la Escuela Fordham de Derecho (EE. UU.) advertía que “muchas personas temen que Trump esté guiando a EE. UU. —y, por extensión, a grandes porciones del mundo— a un sistema posdemocrático en el que ya no se reconozca ninguna forma de gobierno constitucional tradicional”.

Su ascenso a la escena internacional favoreció la consolidación de una serie de liderazgos populistas y ultraderechistas. En junio de 2018, Der Spiegel se hizo eco de esa tendencia publicando un informe que tituló Ich bin das volk – Das zeitalter der autokratenz (“Yo soy el pueblo: la era de los autócratas”).

Alguna vez llamaron a Nixon “autócrata ilustrado”. EE. UU. se ha dado el lujo de poner en la Casa Blanca durante cuatro años a un autócrata no ilustrado. Su resistencia a reconocer el resultado de las elecciones y a entregar el poder muestra hasta dónde ha llegado el retroceso democrático.

Queda por verse si Biden afrontará retomar la alianza transatlántica histórica y volver a la vía del multilateralismo global o si será condicionado por su debilidad en el Senado y la presión fanatizada de los más de 70 millones de estadounidenses que eligieron a Trump. Lo cierto es que hasta el 20 de enero de 2021 continuaremos soportando el “azote divino” que seguirá restallando sobre nuestras espaldas.

6. La reaparición de la guerra fría y la amenaza atómica

Entre las constantes amenazas de Donald Trump, una tuvo y tiene una relevancia especial. En octubre de 2018 amenazó a Rusia con retirar a EE. UU. del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), acusando a Rusia de incumplimiento, con argumentaciones propias de la Guerra Fría.

El Tratado, firmado por Reagan y Gorbachov en 1987, disminuyó la tensión entre EE. UU. y la entonces URSS, al establecer que ambos dejarían de fabricar misiles de largo alcance (de 500 y 5500 km) con base terrestre. Durante décadas, los dos países cumplieron y calmaron los temores de la humanidad a una confrontación nuclear.

El pasado 2 de agosto de 2019, la amenaza se concretó: EE. UU. abandonó el Tratado, abriendo la puerta a una nueva carrera armamentista entre ambas potencias nucleares. Tres semanas después del abandono, EE. UU. probó misiles prohibidos por el acuerdo, lo que prueba su flagrante incumplimiento. Combinados, los arsenales atómicos de ambos suman más del 90% de las ojivas nucleares del mundo entero (13.400).

Tong Zhao, un experto en seguridad nuclear del Carnegie-Tsinghua Center for Global Policy, cree muy probable que ahora China responda al actual desarrollo de armamento estadounidense “con sus propias inversiones en tecnologías similares y otras medidas. Una competición de armamento más amplia que se extienda a otros dominios tecnológicos más allá de los misiles tradicionales balísticos y de crucero parece difícil de evitar”.

El abandono del multilateralismo global por parte de EE. UU. —que tanto había costado construir— nos ha puesto otra vez en el escenario de una “guerra fría”. Rusia ha conformado un sistema de prevención de ataques nucleares basado en el principio estratégico de responder a cualquier provocación, pero de nunca ser quien descargue el primer ataque.

Para ello ha generado una red de detección temprana llamada Perimetr, un sistema que controla todas las plataformas rusas de lanzamiento de cohetes balísticos (estratégicos) y permite devolver un golpe nuclear masivo de respuesta aun cuando todos los mandos rusos hayan sido destruidos. ¿Quién toma la decisión? El propio sistema de forma autónoma. La OTAN califica a Perimetr como Dead Hand. ¡Hasta aquí hemos llegado!

Empujado por el enfoque de confrontación establecido por Washington, a mediados de octubre pasado, Xi Jinping llamó a las tropas chinas a “la preparación para una guerra». Para Andréi Gubin, las declaraciones del presidente Xi son alarmantes porque expresan “las preocupaciones que las autoridades chinas sienten sobre la situación internacional y en torno a China. Esto incluye el estrecho de Taiwán, la frontera con la India y el mar de la China Meridional, así como el contexto general de las relaciones con EE. UU. Y, sin duda, son los problemas internos de Hong Kong, que algunos detractores occidentales quieren internacionalizar”.

Países europeos como Alemania o Francia, sumados a países como Japón, que soportó las atrocidades de las armas nucleares, están insistiendo en recuperar las políticas de no proliferación. Pero Trump parece haber tomado otro camino. Su Gobierno autorizó avanzar en el desarrollo de dos nuevas ojivas nucleares y está impulsando la fabricación de misiles de largo alcance, al igual que Rusia. En un tuit, llegó a alardear en tono bravucón que su país tiene una “similar y mejor tecnología” que la rusa.

Bonnie Jenkins, coordinadora del programa de reducción de amenazas del Departamento de Estado, considera que “es demasiado pronto para afirmar que una nueva carrera armamentista ha comenzado. Sin embargo, la salida del INF y la poca probabilidad de que otros tratados se prolonguen crearon el ambiente propicio para que volvamos a los tiempos en que una carrera de ese estilo sea una realidad”.

Ahora, sin estos tratados, Jenkins asegura que “cualquiera de los dos países puede fabricar las armas que quiera sin ningún tipo de restricción legal… El temor a no saber qué tipo de armas tiene en sus manos la contraparte fomenta a su vez la producción nacional de armamentos poderosos, lo que impide el diálogo y aumenta las tensiones”.

Una prueba de la escalada la ha brindado Emmanuel Macron en un discurso en la Escuela de la Guerra en febrero, donde reiteró la necesidad y plena vigencia de la disuasión nuclear francesa, compuesta de unas 300 cabezas atómicas, capaz de infligir “daños inaceptables” a quien ponga en peligro la libertad o los intereses vitales de Francia.

El titular del Elíseo instó a Europa a desarrollar una defensa común para poder preservar su soberanía y libertad de acción en el mundo, señalando que ese esfuerzo europeo no es incompatible con el mantenimiento de la alianza transatlántica ni con una reconstrucción progresiva de la relación con Rusia.

“Ni los hombres ni los Estados han dicho adiós a las armas”, dijo Macron. “Las zonas de fricción entre las potencias se han multiplicado. Ello exige no descuidar la defensa, aunque Francia siga apostando por la paz y el multilateralismo […]. Francia es una potencia de equilibrio, al servicio de la paz y de la estabilidad”, argumentó.

Macron convoca a Europa a que abandone el papel de espectadora y “asuma sus responsabilidades”, para lo que “necesita una mayor capacidad autónoma”. Para el presidente francés, el esfuerzo no debe limitarse solo a lo militar, sino a incorporar la salvaguarda de infraestructuras vitales vinculadas a redes digitales, energéticas, comerciales, etc. A partir de 2021, Biden tendrá que sortear no solo la polarización racial, política y hasta migratoria provocada por Trump con su discurso nacional-populista y atacar los problemas de la pandemia y el cambio climático, negados por su antecesor, sino intentar revertir la “lógica de guerra fría” instalada a nivel global.

7. El agravamiento de la inestabilidad en Oriente Próximo

La vocación de Trump de echar gasolina en los lugares donde hay fuego pareció descontrolada durante 2020. Su provocación hacia Irán, el asesinato de jefes militares de ese país —poniendo en riesgo la paz mundial— y sus amenazas de destruir las centrales nucleares iraníes antes de abandonar el poder han sido de una insolvencia llamativa. A lo largo del año acentuó las sanciones, empujó a Irán hacia la renuncia definitiva del tratado nuclear, aumentó su presencia militar en las aguas del golfo Pérsico, etc.

A ello agregó un manejo desequilibradamente proisraelí de la cuestión palestina. Reconoció a Jerusalén como capital israelí, algo inaceptable para los palestinos y el mundo árabe. Reconoció, además, la soberanía de Israel sobre las alturas del Golán, resultado de una acción militar. Y a fines de enero, anunció un “acuerdo bilateral histórico” entre Israel y Palestina, cuando la única bilateralidad visible era entre Washington y Tel Aviv, cuya negociación puso en manos de su yerno judío, Jared Kushner, como principal asesor presidencial para el Plan de Paz para Medio Oriente.

Lo llamó el “acuerdo del siglo para el conflicto palestino-israelí”, cuando en realidad era un plan diseñado por el sector más reaccionario de la sociedad israelita que lidera el primer ministro Netanyahu y que incluye la anexión de los territorios palestinos ocupados por asentamientos israelíes, algo que Túnez e Indonesia plantearon rechazar desde el Consejo de Seguridad de la ONU.

No solo se trata de una declaración unilateral que viola todas las resoluciones de las Naciones Unidas al respecto, sino que obtuvo el inmediato rechazo del pueblo palestino, y de toda la comunidad árabe mundial, con protestas significativas en Jordania y Yemen, lo que encendió aún más los fuegos interminables de Oriente Próximo.

Para completar el cuadro de la séptima plaga que cayó sobre 2020, Trump vetó una resolución del Congreso de EE. UU. que había tratado en 2019 de poner fin a la participación del país en la guerra liderada por los saudíes en Yemen, un país que enfrenta la peor hambruna del mundo y donde más de 13 millones de personas corren el riesgo de morir de hambre.

En todos esos casos, sus movimientos de “elefante en un bazar” no han tomado en cuenta las dificultades que generan en la diplomacia y los intereses propios y de sus socios europeos de la debilitada alianza atlántica ni las respuestas que a corto o mediano plazo tendrán que dar potencias como Rusia y China.

Conclusiones

Pandemia, aceleración del cambio climático, guerra comercial entre las grandes potencias, Brexit y ralentización de la economía europea, reaparición de la guerra fría, inestabilidad crítica en Oriente Próximo, deterioro del raído prestigio de EE. UU. en todo el planeta, etc. Los retos de 2020 parecen un laberinto.

Borge Brende, presidente del Foro de Davos, plantea el camino de salida: “El panorama político está polarizado, el nivel del mar está aumentando y los incendios no paran de arder. Este es el año en que los líderes mundiales deben trabajar con todos los sectores de la sociedad para reparar y revitalizar nuestros sistemas de cooperación, no solo para beneficio a corto plazo, sino para abordar nuestros problemas más profundamente arraigados”.

Los líderes reunidos en Davos fueron muy claros: los mayores riesgos a los que se enfrenta el mundo a corto plazo tienen que ver con el cambio climático y, en concreto, los cinco más preocupantes tienen un componente ambiental.

Así como las siete plagas de Egipto fueron la puerta de salida hacia la tierra prometida, quizá los dolores de 2020 también nos adviertan acerca del demencial modelo de desarrollo y consumo que hemos construido y signifiquen el parto hacia la construcción de un mundo mejor.

António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, plantea el camino para salir del laberinto de 2020: “Las respuestas actuales a nivel nacional no tienen en cuenta la escala mundial ni la complejidad de la crisis. Lo que se necesita en este momento es una acción política coordinada, decisiva e innovadora de las principales economías del mundo. Hoy más que nunca necesitamos solidaridad, esperanza y voluntad política para superar esta crisis juntos”.

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