El impresionante avance de las acciones estadounidenses en el último año no tiene fundamento alguno en la economía real. El índice de referencia S&P 500 subió un 95% desde marzo de 2020, cuando el inicio de la pandemia golpeó los mercados.
Contra la suposición más generalizada, el gran capital no siempre tiene presente una visión de largo plazo. De lo contrario, no se repetirían los inexplicables “festejos” de Wall Street, con ascensos de sus indicadores, en medio de una economía global que preanuncia una crisis sistémica.
Jim Chanos, el hombre que predijo el colapso del grupo Enron, denunció en junio que se están sacando a bolsa a empresas “sin rigor en sus proyecciones” y con el solo fin de atraer montañas de dinero. Hay innumerables ejemplos del clima de “fiesta y danza de los millones” que invade Wall Street.
Desde la euforia de las SPAC a casos como el de Torchlight Energy, una empresa estadounidense que comenzó ofreciendo clases de fitness basadas en pole dance, que se convirtió de la noche a la mañana en productora de esquisto. Según el Financial Times, la empresa está recaudando dinero de inversores minoristas “después de que este año sus acciones se hayan multiplicado por más de diez”.
Algo está cambiando
Algo está cambiando. Pero en medio de esa “fiesta”, algunos mercados, inversores y empresas empiezan a ser conscientes, cada vez más, de que el actual modelo de desarrollo es insostenible y no permite asegurar la rentabilidad en el tiempo.
Se advierten las gravísimas consecuencias para las finanzas mundiales que el cambio climático empieza a mostrar en un futuro no lejano. Para muestra basta el dramático “botón” de las inundaciones y los desastres recientes en Alemania, Bélgica y los Países Bajos.
Cada vez más surgen voces que alertan sobre la necesidad de que la economía y el comercio mundial evolucionen hacia la sostenibilidad.
Cuando en enero de 2020 las alarmas se encendieron en el mundo financiero global, no estaban relacionadas con ninguna pandemia sino con la publicación de un documento del Banco de Pagos Internacionales (BIS), con sede en Suiza —una especie de “banco de los bancos centrales”—, donde se hablaba por primera vez del efecto “cisne verde”.
¿Por qué el cisne verde se expandió como la pólvora entre los grandes bancos y las mayores corporaciones del mundo y fue tema recurrente en el Foro de Davos que se desarrollaba en esos días? Es que el informe del BIS advertía sobre los riesgos de que el cambio climático termine provocando catástrofes que puedan empujar a una crisis financiera global.
La investigación —precisamente titulada El cisne verde y realizada por Patrick Bolton, Morgan Despres, Luiz Pereira da Silva, Frédéric Samama y Romain Svartzma— consideraba urgente incorporar al análisis de riesgos, los daños ambientales que tienen que ver “con el monitoreo del clima, por la incertidumbre radical asociada a este fenómeno físico, social y económico que cambia e involucra dinámicas complejas y reacciones en cadena”.
Según el BIS, los eventos y las catástrofes del cambio climático serán extremadamente perjudiciales desde el punto de vista económico-financiero, y podrán generar la próxima crisis financiera sistémica. La amenaza del cisne verde es una adaptación del término “cisne negro” que se popularizó en la crisis económica y financiera mundial de 2008.
Entonces había sido Nassim Taleb, quien en su libro El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable explicó los efectos muy negativos para las bolsas de acontecimientos que se consideran muy improbables, pero que, cuando ocurren, pueden amplificar su poder destructivo porque los inversores no se han preparado para enfrentarlos.
Aunque la cumbre del cambio climático de 2019 había concluido con una especial decepción por su falta de medidas concretas, casi 90 grandes corporaciones de todo el mundo, generadoras de un enorme volumen de emisiones contaminantes, se comprometieron, en simultáneo con la cumbre, a “alinear sus negocios con lo que los científicos dicen que es necesario para limitar el impacto del cambio climático”.
Según el BIS, los eventos y las catástrofes del cambio climático serán extremadamente perjudiciales desde el punto de vista económico-financiero, y podrán generar la próxima crisis financiera sistémica.
Desde entonces hubo señales de que algo se estaba moviendo en las más altas esferas del poder mundial. Podemos destacar tres hitos: la terminante declaración de Larry Fink, CEO de BlackRock, sobre la imperiosa necesidad de dejar de contaminar, que acompañó poco después con su desinversión en empresas de combustibles fósiles, la publicación del cisne verde del BIS y el III Foro de Negocios Globales de Bloomberg en Nueva York.
Fue un momento bisagra. La narrativa negacionista del cambio climático que había predicado buena parte del mundo del dinero daba paso a un nuevo relato: la ciencia tiene razón. Uno de los artífices de ese giro fue Larry Fink, CEO de BlackRock, el fondo de inversión más grande del mundo, cuya cartera —más de 7 billones de dólares— supera a Alemania y Francia juntas y solo dos países en el planeta tienen un tamaño económico (PIB) superior (Estados Unidos y China).
Los signos de que algo estaba cambiando se acumulaban. Los voceros de los grandes capitales y, en general, del sector privado más relevante mostraban —al menos en el plano retórico— que la preocupación climática cobraba matices de urgencia. En el III Foro de Negocios Globales, organizado por Bloomberg en Nueva York, los grandes capitales y la plana mayor del sector privado coincidían en llamar a la acción perentoria contra el calentamiento global.
En forma simultánea al desarrollo de ese foro, en el hotel The Pierre, en Manhattan, se ensayaba un simulacro de pandemia (que aún no se había desatado) donde banqueros, grandes empresarios y responsables de varios organismos financieros mundiales exploraron cómo mitigar los devastadores impactos económicos y sociales mundiales de “un brote intercontinental grave y altamente transmisible”.
El ejercicio de simulación de alto nivel fue llamado Evento 201 y fue organizado por el Centro John Hopkins para la Seguridad de la Salud, el Foro Económico Mundial y la Fundación Bill y Melinda Gates, y se construyó alrededor de un virus ficticio, un coronavirus natural que no sería muy diferente al SARS o MERS.
El origen de las preocupaciones
Varios factores fueron decisivos en el paso del negacionismo climático a la preocupación ambiental: los gravísimos incendios en Australia y California (EE. UU.), considerados de los más destructivos jamás registrados. En 2018, California soportó 7.579 incendios que arrasaron casi 7 millones de kilómetros cuadrados y causaron 300.000 millones de dólares en daños. Australia, a partir de junio de 2019, tuvo una sucesión de inmensos incendios forestales que quemaron 10 millones de hectáreas, destruyendo más de 2.500 edificios.
En ambos casos, la causa fue una extrema sequía, que enfrentó al mundo de los seguros con un horizonte muy complejo de riesgos de cara al futuro.
En ese contexto, se conoció el Informe del IPCC de Naciones Unidas, que adelantaba que el aumento del nivel de mar es imparable y se está acelerando por el deshielo en los extremos norte y sur del planeta. Allí se concluía que el derretimiento y el incremento del nivel del mar van a continuar más allá de este siglo.
Los científicos planteaban que el dilema al que se enfrenta ahora la actual generación es cómo enfrentar fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes, amenazas a la seguridad alimentaria e impactos en la biodiversidad. Y, sobre todo, cuál será el tamaño de la hipoteca que dejaremos a las siguientes generaciones.
Es sorprendente que quienes manejan el dinero del mundo vayan tan detrás de los acontecimientos. Y que algunos sectores aún no despierten del todo. Descubren la posibilidad de un cisne verde con efectos potencialmente peligrosos para la estabilidad económica y financiera mundial, cuando desde hace años los científicos de todo el mundo anticipan que no solo están en riesgo sus negocios sino nuestra supervivencia como especie.
El propio secretario general de Naciones Unidas ha advertido reiteradamente que el cambio climático tendrá implicaciones económicas: “Nos encaminamos hacia un desastre económico mundial. Y pagaremos un precio muy alto si no actuamos rápido. Nuestro pie está puesto en el acelerador y nos dirigimos al abismo”. ¡¡Y lo hizo en 2009!!
La propia OCDE ha llamado la atención con insistencia acerca de que, aunque casi el 40% de las inversiones destinadas al desarrollo está en peligro por los riesgos climáticos, apenas es tenido en cuenta de forma explícita en los proyectos y programas.
Marco se adelanta a las alarmas
Sin pretender ser autorreferenciales, pero a la vez valorando la importancia del trabajo informativo que desarrollamos en Marco Trade, recordemos que en nuestro número 7 (“Cuánto nos cuesta el clima”, de junio de 2018) señalábamos que la falta de acciones “duplicaría” los 520.000 millones de dólares que los efectos de huracanes, inundaciones, sequías, terremotos y otros peligros naturales cuestan cada año. Y que esa estimación era extremadamente conservadora si advertíamos que solo la industria del vino pierde 10.000 millones de dólares anuales por desastres naturales. Y que lo mismo sucede con diversas industrias fuertemente vulnerables a modificaciones climáticas, como la agroindustria, la minería, las hidroeléctricas, el turismo, la actividad portuaria, el transporte marítimo, etc.
En ese artículo recordábamos que, para el australiano Robert Glasser, representante especial de la ONU para la Reducción del Riesgo de Desastres, estos podrían acarrear un costo anual de un billón de dólares a la economía mundial en dos décadas —el doble de lo que costaban en 2018— si los países no mejoraban sus políticas de prevención de riesgos y combatían seriamente el cambio climático.
Sin embargo, los líderes mundiales seguían tropezando con dificultades para implementar medidas globales de corrección e incluso el entonces presidente Trump afirmaba que el cambio climático era un mito inventado por China y recortaba los fondos para las investigaciones relacionadas con el clima tras resolver retirar a su país del Acuerdo de París.
La inercia mental y el miedo cerril a los cambios de muchos de los líderes políticos y empresariales funcionaron como un estímulo para continuar haciendo lo de siempre: un modelo de producción y consumo altamente insostenible que pone en riesgo la supervivencia global.
La inercia mental y el miedo cerril a los cambios de muchos de los líderes políticos y empresariales funcionaron como un estímulo para continuar haciendo lo de siempre: un modelo de producción y consumo altamente insostenible que pone en riesgo la supervivencia global.
Las voces de alerta podían ser constantes y cada vez más alarmantes, pero no las oían. Recién lo empezaron a hacer, cuando en Davos 2020 Larry Fink adelantó que el sistema financiero mundial estaba en problemas y debía afrontar un cambio radical. Su advertencia fue acompañada poco después con su decisión de desinvertir en empresas de combustibles fósiles.
¿Qué motivó semejante cambio de dirección en los negocios mundiales? Con al menos una o dos décadas de atraso, los dueños del poder mundial descubrían los riesgos climáticos. Sorprendido, François Villeroy de Galhau, gobernador del Banco de Francia, señaló entonces como si fuera una novedad: “El cambio climático plantea desafíos sin precedentes para las sociedades y nuestra comunidad de supervisores y bancos centrales no puede considerarse inmune a los riesgos que tenemos por delante” (¡¡sic!!).
El descubrimiento no era inocente. Era la consecuencia del desastre ambiental de Australia y California (2019), donde los costos financieros de la catástrofe provocados por el cambio climático mostraron los riesgos inminentes para la economía y las finanzas mundiales en el actual contexto.
Luiz Pereira da Silva, director general adjunto del BIS y coautor del estudio, lo explicita: “Los fenómenos meteorológicos extremos, como los incendios en Australia o los huracanes en el Caribe, han aumentado su frecuencia y magnitud provocando grandes costos financieros”.
Esos costos incluyen destrucción de infraestructuras, recortes en la producción, alzas repentinas de precios o destrucción física de centros productivos, que ponen en jaque a las aseguradoras, que podrían enfrentar reclamos de una magnitud insostenible.
Lo que preocupaba a los banqueros y las grandes corporaciones no era la salud del planeta, sino las inmensas pérdidas y sus posibles consecuencias: “Si hay un efecto cascada en la economía, otros [sectores] también sufrirán pérdidas. Todo esto podría terminar en una crisis financiera”, dice Pereira da Silva.
La verdadera fuente de sus preocupaciones no proviene en el fondo del cambio climático, sino de la enorme fragilidad del sistema financiero global que han construido irresponsablemente.
Un evento climático catastrófico podría provocar un efecto cascada en el sistema financiero y los funcionarios del BIS temen que, si se produce una crisis financiera, como ocurrió en 2008, los bancos centrales ya no estén en condiciones de “salvar el mundo” (¡¡sic!!).
Para contener una catástrofe económica del sistema, en 2008 los bancos centrales insuflaron miles de millones bajando las tasas de interés a niveles mínimos como nunca. Es lo que se conoce como “política monetaria estimulante”, “flexibilización cuantitativa” o coloquialmente “imprimir dinero”, ya que la compra de activos a los mercados financieros por parte del banco central se hace con dinero nuevo creado por este.
Una década después, las tasas siguen bajas o incluso negativas, lo que les deja poco margen de maniobra para estimular a las economías si estas entraran en crisis. Los bancos lograron que las exigencias gubernamentales de contar con niveles de capital acumulado para enfrentar crisis se redujeran, por lo que ahora no estarían en condiciones de frenar los efectos de un cisne verde en el sistema financiero.
El temor es que cualquier catástrofe ambiental provoque cambios regulatorios —una brusca prohibición de la producción y el uso de combustibles fósiles, por ejemplo— que desate temores en el mercado y empuje a los dueños de ciertos activos financieros a deshacerse repentinamente de ellos. Lo que podría generar pánico y contagiarse a otros inversores. El temido efecto cascada… y la aparición del cisne verde.
Los círculos financieros mundiales descubren tardíamente que sus modelos predictivos son añejos y no están diseñados para responder a la amenaza climática. Y buscan fórmulas matemáticas (?) que les permitan enfrentar los riesgos de eventos extremos.
Vientos de cambio
El único camino para evitar la catástrofe es hacer una rápida transición hacia la sostenibilidad. Es otra vez la voz de Larry Fink la que anticipa que no se podrán esquivar los vientos de cambio: “Estamos al borde de un cambio fundamental del sistema financiero (…). El cambio climático se ha convertido en un factor determinante en las perspectivas a largo plazo de las empresas y tendrá lugar una importante reasignación de capital antes de lo previsto”.
Por eso, sin ser una autoridad política ni monetaria, pero con el peso de tener inversiones en 440 de las 500 empresas más importantes de EE. UU., en 29 de las 30 de Alemania y en 36 de las 50 de Francia, cuando habla, es escuchado con atención. “El cambio climático es casi siempre el tema principal que los clientes de todo el mundo le plantean a BlackRock. Desde Europa a Australia, de América del Sur a China, de Florida a Oregón, los inversores preguntan ahora cómo deberían modificar sus carteras de inversión”, explica Fink, y propone castigar con desinversión a las empresas que no luchen contra el cambio climático.
En el mundo financiero se desató entonces una dura batalla entre los que —ExxonMobil y otros— no quieren introducir la variable climática en sus análisis y decisiones y los que ven graves peligros si los mercados financieros no revisan los riesgos provenientes del clima.
BlackRock votó en contra de la reelección de los miembros de la junta directiva Angela Braly y Kenneth Frazier, claves en el equipo de liderazgo de ExxonMobil, la petrolera estadounidense, dejando claro que cumplirá sus amenazas. Unos meses antes, BlackRock votó en contra o retuvo los votos de 4.800 directores de 2.700 compañías diferentes.
Fink había anticipado que en Exxon y otras grandes compañías había una “notoria falta de habilidades y una manifiesta incapacidad para evaluar los riesgos materiales del negocio ante los desafíos ambientales”.
Desde entonces, los inversores han comenzado a retirar sus fondos de los grandes contaminadores. Bloomberg ha estimado en un informe que 47 billones de dólares en activos (trillions en EE. UU.) están en juego, que deberán ajustarse a reducir las emisiones contaminantes.
«Hay una urgencia y seriedad con la que los inversores buscan el progreso. Este es un hito realmente importante en lo que es y ha sido una iniciativa increíblemente efectiva”, reclama Stephanie Pfeifer, directiva de Climate Action 100+, una iniciativa de más de 450 de los inversores más grandes del mundo, lanzada en diciembre de 2017 en la Cumbre One Planet.
Desde Climate Action 100+, una iniciativa de inversores, también se busca garantizar que las grandes empresas emisoras de gases de efecto invernadero tomen las medidas necesarias para frenar el cambio climático. Las empresas incluyen a los “100 emisores de importancia sistémica”, que representan dos tercios de las emisiones industriales globales anuales.
Climate Action 100+ fue lanzada en diciembre de 2017 en la Cumbre One Planet, y atrajo la atención mundial como una de las 12 iniciativas mundiales clave para abordar el cambio climático. Allí, más de 450 de los inversores más grandes del mundo, con más de 47 billones de dólares en activos bajo gestión, quieren que las empresas reduzcan sus emisiones, exigen estrategias netas cero y que expliquen cómo alcanzarán esos objetivos.
Con las catastróficas consecuencias del cambio climático mostradas en Australia y repetidas en California, un número creciente de inversores presiona a las empresas por resultados: “Queremos ver un mayor progreso: cuando hayan asumido un compromiso, queremos ver los detalles de cómo se va a implementar; y si no se han comprometido todavía, queremos ver eso lo antes posible. Hay una urgencia y seriedad con la que los inversores buscan el progreso. Este es un hito realmente importante en lo que es y ha sido una iniciativa increíblemente efectiva”, reclama Stephanie Pfeifer, directiva de Climate Action 100+.
La explosión de la pandemia
Las alarmas terminaron por dispararse cuando la pandemia mostró su peor rostro en el primer trimestre del año pasado y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) señaló que era fruto de la ruptura del actual sistema de producción y consumo con la naturaleza y que las zoonosis-pandemias podían instalarse y repetirse con frecuencia en la vida cotidiana de la humanidad.
El tema de los efectos financieros y económicos del cambio climático ha ocupado desde entonces un lugar destacado en el Foro Económico Mundial de Davos y McKinsey —una de las mayores consultoras de negocios del mundo, asesora de grandes corporaciones— recomienda a empresas, bancos y aseguradoras incorporar el factor del calentamiento global en la toma de decisiones.
El informe de McKinsey enumera algunos de los peligros económicos que entraña el cambio climático provocado por la acción de la revolución industrial: daños sobre la propiedad y las infraestructuras, disrupciones en los sistemas alimentarios que provocarán incrementos de sus precios, alteraciones en las cadenas de suministro, pérdida de productividad por disminución de horas trabajadas al aire libre, menor disponibilidad de seguros, con primas más caras, etc.
El estudio analiza potenciales impactos sobre habitabilidad, trabajo, sistema alimentario, activos físicos, infraestructuras y capital natural en 105 países y en todos se muestran áreas de alto riesgo.
Uno de los datos más contundentes está referido al costo de la adaptación, algo sobre lo que habíamos puesto el acento desde Marco Trade en 2018. Ese costo crece según tomemos medidas antes o después. Para Naciones Unidas, con medidas antes de 2030, los países en vías de desarrollo tendrían costes de 140.000 a 300.000 millones de dólares. Dos décadas después, deberían enfrentar hasta 500.000 millones de dólares.
Las consecuencias del cambio climático en sus eventos más extremos “podrían poner en riesgo cientos de millones de vidas, miles de millones de dólares de actividad económica y el capital físico y natural del mundo”, afirma el informe de McKinsey.
Los costos del cambio climático son crecientes y ponen en jaque las infraestructuras. Jim Yong Kim, expresidente del Grupo Banco Mundial, reveló que “en los últimos 30 años, los desastres naturales ocasionaron la muerte de más de 2,5 millones de personas y pérdidas por casi 4 billones de dólares en todo el mundo; pérdidas económicas que van en aumento en el último decenio”.
Los costos del cambio climático son crecientes y ponen en jaque las infraestructuras. Jim Yong Kim, expresidente del Grupo Banco Mundial, reveló que “en los últimos 30 años, los desastres naturales ocasionaron la muerte de más de 2,5 millones de personas y pérdidas por casi 4 billones de dólares
en todo el mundo”.
Dickon Pinner, uno de los responsables del estudio de McKinsey, señala: “Nos sorprendió la magnitud y los tiempos de estos riesgos físicos y su impacto potencial en la vida humana, la naturaleza, la economía y el sistema financiero”.
Cabe destacar que diversos estudios demuestran que cada dólar invertido en prevención y mitigación de desastres genera un ahorro posterior que cuadruplica ese valor. Ese pareciera ser el camino.
Una conclusión interesante que plantea la gente de McKinsey se vincula a los seguros. El modelo actual del sector, para la consultora, es “insuficiente para comprender el riesgo que deriva del cambio climático; algunos activos en determinadas regiones serán cada vez más difíciles de asegurar”. Ello implicará primas elevadas para los asegurados con consecuencias económicas y sociales impredecibles.
Las violentas alteraciones del clima y el peligro del abismo advertido en 2009 por la ONU no pareciera haber tenido el efecto necesario en el mundo económico para acelerar soluciones. Amanda Ruggeri, periodista de BBC, hace una observación interesante: “Parece que es parte de la naturaleza humana posponer la preparación para algo si creemos que es relativamente poco probable que suceda”. Aunque, en realidad, ya esté sucediendo…
La buena noticia es que parece que el pánico al cisne verde ha comenzado a despertar conciencias en el corazón mismo del sistema financiero mundial.
El camino de la irracionalidad
Hay una serie de problemas ambientales producidos por sectores industriales contaminantes que deberían ser corregidos por la economía y el comercio mundial para consolidar un camino hacia la sostenibilidad y garantizar la estabilidad.
La producción y el consumo de combustibles fósiles conforman la base de la contaminación mundial y el cambio climático, ya que están presentes en la gran mayoría de los sectores industriales contaminantes. La generación de gases de efecto invernadero (GEI) proviene de los combustibles fósiles. Terminar con ellos implicaría terminar con tres cuartas partes del problema climático global.
El uso creciente de energía eléctrica de ese origen en todos los sectores, sumado a la expansión de la producción minera, manufacturera y de plásticos, más la producción automovilística, petroquímica y de fertilizantes, química, metalúrgica, etc., potencian el impacto de los combustibles fósiles en el deterioro del clima global.
Hay que considerar también en ese balance la contaminación que produce el transporte, tanto terrestre, aéreo como marítimo, y la importancia de la moda, que genera 10% de las emisiones globales de carbono; es decir, una mayor huella de carbono que los vuelos internacionales y los buques de carga combinados.
El fast fashion significa hoy un consumo del 60% más de prendas que hace una década, pero que solo se usaron la mitad del tiempo. La industria de la moda es el segundo mayor consumidor de agua del mundo, responsable del 20% de toda la contaminación industrial del agua y un enorme generador de basura: el 85% de los textiles terminan en el vertedero cada año, un camión de basura por segundo (Neil Withers, de Chemistry World).
Una de las limitaciones de la política ambiental es que no existe un inventario integral de contaminantes totales generados por cada sector industrial. Como cada actividad superpone contaminaciones diversas, la estimación de su perjuicio ambiental es altamente compleja y se realiza por métodos indirectos. Lo que hace que aplicar la regla de que “el que contamina paga” se transforme en un galimatías que las corporaciones han sabido aprovechar para escapar de su responsabilidad.
Ello es visible, por ejemplo, en la producción de plásticos, uno de los mayores productores de desechos cuyos fabricantes omiten su responsabilidad. Las preocupaciones por la contaminación plástica se acrecientan, ya que el mundo sigue una carrera desenfrenada de producción de materiales plásticos, un tercio de los cuales termina abandonado en la naturaleza como desechos tóxicos y menos de un 20% se recicla.
Las preocupaciones por la contaminación plástica se acrecientan, ya que el mundo sigue una carrera desenfrenada de producción de materiales plásticos, un tercio de los cuales termina abandonado en la naturaleza como desechos tóxicos y menos
de un 20% se recicla.
Durante la pandemia se ha conocido una serie de trabajos científicos que revelan una creciente alarma ante el verdadero tsunami de plásticos que está en curso. Beth Gardiner lo advirtió en The Plastics Pipeline: A Surge of New Production Is on the Way, publicado en diciembre de 2019, en la revista de la Universidad de Yale: “Pronto se verá un mundo aún más inundado de plástico. Las principales compañías petroleras, ante la perspectiva de una menor demanda de sus combustibles, están aumentando su producción de plásticos”.
Mientras, en el mundo, miles de ciudadanos recogen los plásticos que inundan sus alcantarillas, sus calles, sus playas y sus mares, y muestran su preocupación por las islas de basura plástica que ahogan los océanos, las grandes petroleras y petroquímicas, en una especie de burla global, aumentan su producción. Y lo celebran como el “renacimiento en la fabricación de plásticos”.
La actual producción de plástico es de 400 millones de toneladas anuales. Pero los grandes conglomerados del sector prevén multiplicar su producción. Es que, ante la declinación de la industria petrolera, el plástico es el “salvavidas” para sus negocios contaminantes.
Los 12 millones de toneladas de plástico vertidas al océano (datos de 2018) podrían elevarse a 29 millones en las próximas dos décadas.
La basura es otro de los grandes problemas ambientales no solo por el grado de contaminación que produce, sino por el desperdicio de recursos que expresa. Es la conclusión del Circularity Gap Report 2020 sobre el consumo mundial de recursos. En 2019, superamos por segunda vez los 100.000 millones de toneladas de recursos materiales de los que solo reciclamos el 8,6%. O sea, que estamos consumiendo más y reciclando menos.
El consumo global de recursos por persona se ha duplicado en los últimos 50 años: era de 7 toneladas mientras que hoy supera las 13 toneladas. Con el agravante de que la población mundial triplicó su número en ese mismo período. Más consumo, menos recuperación, más despilfarro…
En un mundo con más de 800 millones de personas con hambre (FAO), el desperdicio de comida es ultrajante: alcanza el ¡¡billón de dólares!! anual de alimentos en todas sus formas (680.000 millones de dólares en los países industrializados y 310.000 millones de dólares en los países en desarrollo). El volumen de lo que se tira, se pierde o se desperdicia suma unos 1.300 millones de toneladas anuales de alimentos (un tercio de lo producido en el mundo para consumo humano).
Los niveles más altos de desperdicio según la FAO se centran en frutas, hortalizas, raíces y tubérculos (40-50%), pescado (35%), cereales (30%), oleaginosas (20%) y carne y lácteos (20%). El gigantesco desperdicio de alimentos implica un extraordinario derroche planetario de recursos como agua, tierra, energía y otros que se utilizaron para producirlos.
Para producir lo que se desperdicia, la FAO estima que se provocan 4,4 GtCO2eq/año de emisiones GEI, lo que equivale a la contaminación de todo el transporte por carretera o a la tercera fuente de contaminación mundial.
El fenómeno negativo del despilfarro puede explicarse por tres tendencias subyacentes: altas tasas de extracción, acumulación continua de existencias y bajos niveles de procesamiento y ciclo de fin de uso. Estas tendencias están profundamente arraigadas en la tradición de la economía lineal take-make-waste.
¿Hasta dónde llegamos?
La irracionalidad del actual sistema es manifiesta y requiere un cambio de rumbo. En su Visión de mercado 2021, el grupo BlackRock anticipa la necesidad de ese cambio: “Nos hemos adentrado en un nuevo paradigma de inversión. La pandemia ha acelerado el giro copernicano de las economías y las sociedades en cuatro dimensiones: sostenibilidad, desigualdad, geopolítica y políticas de estímulo de Gobiernos y bancos centrales, lo que exige replantearse ya en profundidad las carteras de inversión”.
El acento en la sostenibilidad tiene que ver con el tardío “descubrimiento” por parte del poder económico mundial de que buena parte de los bienes y los servicios que producimos y consumimos dependen de la naturaleza y de que para favorecer la acumulación de la riqueza total como un todo es necesario que las políticas de crecimiento y desarrollo no pongan en peligro el capital natural.
El modelo de producción y consumo desarrollado desde hace más de un siglo y medio y acentuado en las últimas décadas adolece de errores conceptuales que nos han llevado a la situación actual.
Considera que: 1. los recursos son ilimitados y, por tanto, el consumo también lo es; 2. no somos parte de la naturaleza, sino sus “dueños” y los “reyes de la creación”; 3. en materia de negocios, lo importante es la productividad y la competitividad, lo que se traduce en una mirada “cuantitativa y crematística”, que empobrece la mirada global y omite el sentido holístico; 4. no diferencia entre crecimiento (aumento cuantitativo) y desarrollo y, por tanto, no contempla su sostenibilidad en el tiempo ni sus consecuencias económicas, sociales y ambientales de largo plazo.
La realidad del cambio climático ha puesto al descubierto la irracionalidad de esos presupuestos teóricos. Recursos abundantes no significa que sean infinitos. Su aprovechamiento requiere un uso eficiente que garantice equilibrio, estabilidad y permanencia, factores decisivos para la economía global.
Los recursos renovables deben utilizarse al ritmo de su regeneración. Por tanto, el consumo no puede ser ilimitado. Y los recursos no renovables deben ser sustituidos por recursos renovables. El ritmo al que los humanos nos estamos apropiando de los recursos naturales que el planeta nos ofrece es notoriamente mayor que el que puede reponer.
La humanidad está usando la naturaleza 1,75 veces más rápido de lo que los ecosistemas de nuestro planeta pueden regenerarse. O sea: estamos sobregirados, consumiendo los recursos de casi dos planetas por año. Cualquier gerente de banco nos alertaría sobre el peligro de continuar sobregirados…
Si pretendemos que los ecosistemas del futuro permitan satisfacer las diferentes necesidades y requerimientos humanos, debemos comprender que necesitamos cambios urgentes para asegurar la permanencia de esos sistemas que son los fundamentos de la vida y la posibilidad de garantizar el desarrollo de sus sociedades.
El impacto actual de la acción humana sobre los recursos naturales no tiene parangón con ninguna otra etapa de su despliegue en la Tierra y ha llevado a muchos ecosistemas a operar en sus límites. La brutal presión sobre ellos interroga al futuro: ¿hasta cuándo mantendrá su capacidad de regenerarse y qué sinergias existen que aseguren su permanencia?
El desarrollo de la innovación y la investigación científicas debe estar dirigido a la creación de soluciones sostenibles que garanticen el acceso a los recursos en el largo plazo. Pero la dirección de determinadas innovaciones no parece atender esa necesidad.
Un ejemplo de irracionalidad puede quedar ejemplificada en el desarrollo de “abejas robóticas”. Veamos su historia: FAO-Naciones Unidas sostiene que “muchas especies de plantas y animales no sobrevivirían si las abejas desaparecieran”. Para el IPBES, más de un tercio de nuestros alimentos dependen de ellas: “Son seres indispensables para un equilibro vital en la Tierra”. El 75% de la flora silvestre se poliniza gracias a las abejas. Su ausencia determinaría una dramática pérdida de biodiversidad.
Naciones Unidas alerta que más del 40% de los polinizadores invertebrados, en particular abejas y mariposas, están amenazados de extinción y que su declive tendría un severo impacto sobre el precio de los alimentos.
Los insectos polinizadores aportan un 10% del valor económico de la producción agrícola a nivel mundial, pero su contribución a la nutrición humana es mucho mayor (“una interrupción en los servicios de polinización ciertamente tiene un precio; las estimaciones llegan a 390.000 millones de dólares anuales, pero el costo en nuestra nutrición podría ser aún mayor”, explica Rebecca Chaplin-Kramer, investigadora de la Stanford University).
Pero Naciones Unidas alerta que más del 40% de los polinizadores invertebrados, en particular abejas y mariposas, están amenazados de extinción y que su declive tendría un severo impacto sobre el precio de los alimentos.
La innovación y la investigación científica deberían dirigirse a encontrar soluciones que eliminen las causas que las amenazan —la agricultura intensiva, el uso de pesticidas, la pérdida de biodiversidad y la contaminación— y permitir su recuperación. Y, de hecho, la mayoría de los científicos trabajan en esa dirección.
Tanto para la ciencia como para Naciones Unidas y el propio Consejo Europeo, el primer paso para evitar la extinción de las abejas es limitar la utilización de pesticidas y químicos en las cosechas. La regulación de estos pesticidas es un tema candente en Europa, ya que el 84% de sus cultivos y el 80% de las flores silvestres dependen de la polinización de las abejas.
Pero los grandes intereses económicos de las multinacionales agrícolas se niegan a disminuir sus extraordinarias ganancias y adoptar prácticas compatibles con la salud del planeta. La apícola es una industria muy fragmentada con innumerables productores en todo el planeta y su significación económica es débil frente al poder de las grandes corporaciones químicas del sector agrícola. Recordemos que solo tres compañías (Bayer-Monsanto, Dow & Dupont y Syngenta & ChemChina) controlan el 65% de las ventas mundiales de pesticidas y esa concentración les permite ejercer una enorme presión sobre los Gobiernos.
Prefieren entonces aportar a costosas investigaciones y posibilitar un “nuevo negocio” alejado de la naturaleza. Ya lo han hecho con las semillas, con los fertilizantes y ahora con las abejas.
WallMart Stores Inc. patentó en marzo de 2018 (patente US 2018/0065749 A1) unas abejas robóticas, una especie de dron miniaturizado diseñado para polinizar artificialmente, algo que también desarrollaron el Savannah College of Art and Design de Georgia (PlanBee) y la Universidad Politécnica de Varsovia.
El propio Consejo de Derechos Humanos de la ONU denuncia en un informe la relación perversa entre Gobiernos y corporaciones: “Los esfuerzos de la industria de pesticidas por influenciar a legisladores y reguladores han obstruido reformas y paralizado restricciones mundiales sobre pesticidas. Cuando se les reclama, esconden dicha presión afirmando que las compañías cumplen con sus propios códigos de conducta o que acatan las leyes locales”.
Apelan a la expresa connivencia con ciertos Gobiernos. Es el caso del Gobierno de Jair Bolsonaro —Brasil es uno de los mayores productores y exportadores mundiales de alimentos—, que aprobó en 2019 el uso de 51 nuevos agrotóxicos en su país, alcanzando el lamentable récord de 290 pesticidas liberados en los siete primeros meses de su mandato.
Brasil y EE. UU. son los líderes mundiales en uso de pesticidas en la agricultura, como parte del proyecto de incrementar de cualquier manera la producción agrícola-ganadera de sus países. Aunque en el caso de Brasil, ello suponga la devastación del Amazonas para ampliar los suelos disponibles.
La connivencia no es nueva: en 2017, Brasil había autorizado 405 nuevos agrotóxicos y en 2018 otros 422. El resultado: el agua potable de Brasil permite 5000 veces más residuos de glifosato, el nivel de agroquímicos permitidos en los frijoles (alimento básico de la dieta brasileña) es 400 veces más alto que el permitido por la UE y el autorizado en la soja, 200 veces más.
De todo eso se trata una economía global irracional e insostenible y parece haber llegado la hora de cambiar.
El camino de la sostenibilidad
Así lo entiende la gran mayoría de la ciudadanía mundial y un importante número de países y empresas. Las economías nórdicas han hecho de ello una cruzada mundial y están a la vanguardia. La Unión Europea ha avanzado de forma consistente en los últimos años con iniciativas de trascendencia histórica como el Pacto Verde y el lanzamiento del Plan de Acción de Economía Circular.
China —uno de los grandes contaminadores— está inmersa en su camino hacia el logro de una “civilización ecológica” desde 2015. Y ha sido el primero de los grandes países en implementar leyes de economía circular.
En Europa, un importante grupo de empresas, junto con el Gobierno comunitario, asumen un creciente compromiso con la acción climática y dan prioridad a las inversiones sostenibles en sus planes de recuperación económica tras la crisis de la COVID-19.
Se empieza a revertir un viejo concepto que las corporaciones repitieron hasta el cansancio: que “lo verde es caro”. La carencia de mirada a largo plazo, la resistencia a aceptar los impactos del cambio climático y el costo inicial de la energía renovable sustentaban esa afirmación. Ahora descubren que, en realidad, la transición a una economía sostenible es una exigencia de la realidad y además un gigantesco negocio, beneficioso para todos.
Un informe de la Agencia Internacional de Energía Renovable, publicado en mayo de 2020, asegura que acelerar la inversión en energía renovable podría generar enormes beneficios económicos para el PIB mundial además de contribuir a detener el cambio climático.
Para AIER, esa inversión reduciría las emisiones de CO2 de la industria energética en un 70% para 2050 al reemplazar los combustibles fósiles, generaría ganancias globales en términos de PIB de 98.000 millones de dólares, cuadruplicaría el número de empleos a nivel global en el sector (42 millones en los próximos 30 años) y mejoraría de manera notable los indicadores globales de salud y bienestar.
La UE, por su parte, estima que el plan de acción y sus ambiciosas medidas de economía circular arrojarán beneficios tanto en términos de crecimiento del PIB como de creación de empleo (700.000 nuevos puestos de trabajo en la próxima década).
La comunidad internacional llegó a la convicción de que no era posible luchar contra el cambio climático sin un acuerdo global. Es lo que significó la firma del Acuerdo de París en 2015 con el objetivo de limitar el calentamiento mundial por debajo de 2 °C (preferiblemente a 1,5 °C), mediante la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
El comisario de Medio Ambiente, Océanos y Pesca de la UE, Virginijus Sinkevicius, recuerda que: “Solo tenemos un planeta Tierra y, sin embargo, para 2050 estaremos consumiendo como si tuviéramos tres. El nuevo plan hará de la circularidad la corriente principal en nuestras vidas y acelerará la transición verde de nuestra economía. Ofrecemos acciones decisivas para cambiar la parte superior de la cadena de sostenibilidad: diseño de productos. Las acciones orientadas al futuro crearán oportunidades comerciales y laborales, otorgarán nuevos derechos a los consumidores europeos, aprovecharán la innovación y la digitalización y, al igual que la naturaleza, garantizarán que no se desperdicie nada”.
La comunidad internacional llegó a la convicción de que no era posible luchar contra el cambio climático sin un acuerdo global. Es lo que significó la firma del Acuerdo de París en 2015 con el objetivo de limitar el calentamiento mundial por debajo de 2 °C (preferiblemente a 1,5 °C), en comparación con los niveles preindustriales, mediante la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
La aplicabilidad del Acuerdo comenzó en 2020 y, aunque fue firmado por 195 países, apenas un puñado ha dado cumplimiento a la presentación de sus programas de mitigación y reducción de emisiones comprometida para antes de la finalización de ese año.
Lo positivo es que se ha establecido un camino: no podemos apoyar un modelo de desarrollo que agota nuestros recursos naturales, destruye el ambiente en el que coexistimos y del que dependemos para sobrevivir (ONU). El modelo de desarrollo insostenible genera desequilibrios económicos, desigualdades sociales y severas alteraciones ambientales.
Por tanto, aunque todavía en pañales, la comunidad global avanza hacia un modelo de desarrollo sostenible que implica una visión compartida, holística y de largo plazo que los países han acordado como el mejor camino para mantener el progreso de la vida de la población sin comprometer los recursos del futuro.
Economía y comercio internacional
Casi simultáneamente con la firma del Acuerdo de París, la comunidad internacional firmó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que plantea 17 Objetivos (ODS) con 169 metas de carácter integrado e indivisible que abarcan las esferas económica, social y ambiental. La nueva Agenda y sus ODS constituyen “un plan de acción para las personas, el planeta, la prosperidad, la paz y el trabajo conjunto”. Se propone acabar con la pobreza para el 2030, promoviendo una prosperidad económica compartida, el desarrollo social y la protección ambiental global.
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible coloca al comercio como un factor poderoso para alcanzar las transformaciones de un desarrollo sostenible. Pone al comercio como uno de los principales aspectos del objetivo 17, como articulador de una alianza que permita lograr el resto de los ODS.
Las inversiones y la creación de capacidad humana e institucional relacionadas con el comercio —en las condiciones adecuadas— permiten el acceso a productos, servicios y mercados exteriores, propician economías de escala y generan empleo.
El comercio puede ser una herramienta para la transformación estructural y un desarrollo económico de más largo plazo si contribuye a una mejor utilización de los recursos productivos y a la eficiencia del intercambio global con mejoras en sus capacidades tecnológicas.
Un ejemplo de ello lo constituyen los avances hacia un transporte marítimo. La disponibilidad global de determinados productos implica traslados de mercaderías que insumen el uso de combustibles fósiles e implican la contaminación de océanos y puertos. El consumo de cercanía no soluciona la demanda internacional. Por tanto, las innovaciones en el transporte marítimo se vuelven imprescindibles para compatibilizar el flujo internacional de mercancías con un medio ambiente sano.
Casi el 85% del comercio mundial se moviliza a través del transporte marítimo. El crecimiento de su capacidad y el manejo de contenedores permitieron que se transformara en pocos años en el principal resorte del comercio exterior global pasando de un millón de TEU (contenedor de 20 pies) a los 23 millones de TEU actuales.
Hasta la pandemia, la evolución era imparable. De hecho, en 2019 se agregaron 108 nuevos barcos, lo que significó otros 826.000 TEU, entre ellos, dos gemelos del coloso MSC Gulsun (23.000 TEU), el Cosco Shipping Planet (21.230 TEU) y el Ever Globe (20.240 TEU). Pero el tipo de buques incorporados corresponden a portacontenedores ultra-grandes (ULCV), que tienen un impacto ambiental considerable, en especial en áreas portuarias y costas.
Hay que recordar que el sector del transporte marítimo es el sexto contaminador mundial en un contexto donde la comunidad global incrementa los esfuerzos de lucha contra el cambio climático y se adhiere a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). UNCTAD ha señalado la necesidad de transformar el transporte de mercancías (en especial el marítimo) para lograrlo.
Alcanzar la sostenibilidad en el sector implica afrontar definitivamente el problema del combustible utilizado para mover los buques y las consiguientes derivaciones en materia de costos, deterioro ambiental y cambio climático.
El sector muestra una excesiva dependencia del petróleo, por lo que es necesario abandonar los sistemas de propulsión marítima a base de combustibles fósiles. Los pasos dados hasta ahora por la OMI han sido timoratos y manifiestamente insuficientes. Para una disminución (excesivamente gradual) del 0,50% de contenido de azufre en el fueloil de los buques se tardaron… ¡¡15 años!!, atendiendo solo a los intereses de las navieras.
La desidia en el cuidado ambiental llega al punto de que, de los 96.295 buques en circulación, solo unos 44 están en proceso de instalación de los obligatorios “depuradores” de gases contaminantes en sus motores, necesarios para reducir las emisiones de azufre provocadas en la combustión del buque (Alphaliner, 2019).
Los avances tecnológicos son un aliado para la reducción de la contaminación del transporte marítimo. Los puertos son especialmente vulnerables al deterioro ambiental. La automatización de la operatoria portuaria al hacer más eficiente la gestión reduce la contaminación y aumenta la seguridad. En especial, los de contenedores son los principales actores del avance de la automatización. Aquellos puertos y empresas que no asimilen los cambios velozmente perderán competitividad y, tarde o temprano, desaparecerán.
Lo mismo sucede en el transporte automotor de carga, donde los vehículos autónomos en un futuro próximo provocarán reducción de costes, mejora de la seguridad en carretera y una benéfica disminución de las emisiones.
Pero esos avances tecnológicos harán menos necesaria la intervención humana en el proceso y, por tanto, habrá una merma significativa en los empleos de ambos sectores. Se estima que la reducción puede alcanzar entre un 50% y un 70% en EE. UU. y Europa antes de 2030.
Gobiernos, sindicatos y empresas deberían reflexionar con urgencia sobre cómo afrontar la extraordinaria y disruptiva revolución del transporte global a fin de paliar los trastornos sociales que van a producirse.
El proceso de innovación en materia de transporte y su impacto en el comercio internacional tiene una velocidad sorprendente y continuará acelerándose empujado por dos factores: la transición hacia un modelo de economía sostenible y la transformación digital de nuestra sociedad.
El comercio global enfrenta el reto de un mercado abierto 24 horas al día, los 365 días del año, que se vuelve más digital cada día: casi 4000 millones (la mitad de la población mundial) está presente en Internet, con cuentas de correo electrónico, que operan unos 300.000 millones de e-mails diarios, cifra que se prevé que aumente a más de 347.000 millones de correos electrónicos diarios en 2023 (Statista, 2020).
Se estima que el 22% de la población mundial realiza compras por Internet, y se espera que este año ese número supere los 2140 millones de personas. La mitad de la población tiene un smartphone (hay 4000 millones de dispositivos activos).
La tecnología 5G multiplicará esas conexiones. Según Juniper Research, el número total de conexiones al Internet de las cosas (IoT) pasará de los 35.000 millones en 2020 a 83.000 millones en 2024, lo que significará un enorme desafío para la economía y el comercio internacional.
Para la mayoría de los expertos, los vertiginosos y disruptivos cambios producidos en los últimos años solo son el 1% de lo que veremos en la siguiente década. Multiplicación de la tecnología blockchain, geolocalización permanente de las cargas, contenedores de nuevos materiales de gran resistencia y bajo peso, menor consumo de combustible marítimo por esa reducción del peso, disminución de la contaminación y, finalmente, desarrollo de buques de gran tamaño, autónomos y basados en energía solar y eólica, etc.
El Reino Unido, Singapur, Noruega y Finlandia tienen proyectos avanzados de poner en funcionamiento en los próximos tres años los primeros buques autónomos sin tripulación. En materia de buques portacontenedores hay tres grandes proyectos muy avanzados: 1. el Super Eco Ship 2030 (de NYK Lines), que busca reducir el 30% de las emisiones operando con 31.000 metros cuadrados de paneles solares, más velas retráctiles y motores a gas natural; 2. el Aquarius Eco Ship (de la japonesa Eco Marine Power-EMP), también con paneles solares, un innovador sistema de velas rígidas, baterías de almacenaje y un sistema de gestión que permitirá la reducción del 40% de las emisiones y cuyo sistema puede adaptarse a grandes buques graneleros, petroleros e incluso autónomos; y 3. el Vindskip (de la noruega Lade AS), que utiliza su propio casco como una gigantesca vela y que permitirá una reducción del 60% del consumo de combustible y un 80% de reducción de gases contaminantes.
Lo mismo está sucediendo en el transporte de carga por camiones. El transporte de mercancías por camión —insustituible para la entrega final— es uno de los mayores emisores de gases invernadero junto con el automóvil. La historia de ambos es la historia de la contaminación atmosférica, de la calidad del aire en las ciudades e incluso del cambio climático.
El sector automotor representa un 64% del consumo final de petróleo a nivel mundial. Determinar cuánto corresponde a cada parte es complejo, porque depende de la antigüedad de la dotación de vehículos en cada país o región. Pero se estima que las emisiones contaminantes generadas por el transporte de carga suponen dos tercios del total global.
Pero ante la presión de atender a la sostenibilidad, vive un proceso de innovación similar al marítimo. La tecnología de pelotón de cuatro camiones autónomos de Scania-Ericsson, tres de los cuales siguen a un primer camión (inicialmente, el único conducido) ya está operativa. Para Claes Erixon, jefe de I+D de Scania: “Los vehículos autónomos y platooning son las piedras angulares de los futuros sistemas de transporte sostenibles”.
Pero no es la única empresa. Iveco, MAN, DAF Trucks, Daimler y Volvo Group ya han puesto en operaciones de prueba a sus flotas de vehículos autónomos.
Lo cierto es que los vehículos de transporte de carga empiezan a evolucionar rápidamente hacia una movilidad más ecológica y eficiente utilizando energías limpias y sostenibles. Lo mencionado no es más que la punta del iceberg: el sector avanza hacia la emisión cero.
Mercedes-Benz ha sido pionera: en 2016, con su camión eléctrico de gran potencia destinado a la distribución urbana y, en 2018, con el prototipo eléctrico eActros, cuya producción en serie está prevista para este año.
Mientras tanto avanza con camiones propulsados con hidrógeno a alta presión, como el GenH2 Truck, con una autonomía de hasta 1000 kilómetros y capacidad de carga de 25 toneladas, desarrollado para recorridos largos por carretera, que no genera emisiones contaminantes y que tiene una recarga casi similar a la de un camión de gasoil convencional. Las pruebas con usuarios concluirán en 2023 y su fabricación en serie entre 2023 y 2025.
Hyundai, por su parte, ya puso en el mercado su modelo XCIENT, el primer camión de alto tonelaje con sistema motriz alimentado por hidrógeno, con una pila de 190 kW, una autonomía de 400 kilómetros y un tiempo de reabastecimiento de 8 a 20 minutos. Y anunció que este año iniciará su camino hacia “el liderazgo mundial en electrificación de vehículos”, previendo que para 2025 habrá lanzado 23 líneas de vehículos ecológicos, para electrificar los mercados surcoreano, estadounidense, chino y europeo en el período 2025-2030, y Brasil e India para 2035.
Volvo Trucks iniciará este año en Europa la comercialización de su nueva gama de camiones 100% eléctricos de gran tonelaje, con autonomía de hasta 300 kilómetros. Para la marca sueca, la nueva gama eléctrica significa su aporte hacia un transporte libre de combustibles fósiles.
Jessica Sandström, vicepresidenta sénior de Gestión de Productos de Volvo Trucks, señala el objetivo: “Ofrecer una gama completa de productos libres de fósiles para 2040. Los vehículos eléctricos de batería e hidrógeno con una mayor autonomía serán clave en este camino. Estamos comprometidos a impulsar el desarrollo de soluciones de transporte sostenibles y estamos aquí para permitir una transición fácil y viable a los transportes electrificados”.
Comercio sostenible y recuperación global
Nadie puede dudar que el comercio es una fuente de desarrollo económico, ingresos, empleos y oportunidades. Pero en su actual conformación genera una cuarta parte de las emisiones mundiales de CO2 y, por tanto, como señaló la belga Isabelle Durant, a cargo de la UNCTAD, en el reciente Foro de Comercio de Naciones Unidas de junio, “no puede proporcionar un marco para la aplicación efectiva de medidas en beneficio del mundo en general ni de los países en desarrollo. Se necesitan medidas innovadoras para aumentar las sinergias entre la política comercial y la acción climática”.
El comercio genera cada año 8000 millones de toneladas de CO2, una fuerte contribución al calentamiento global. Si bien el mundo tuvo en 2020 un leve alivio de las emisiones mundiales debido a la paralización económica que acarreó la pandemia (-5,8%), los volúmenes de emisiones siguen siendo insostenibles y la recuperación poscovid y el repunte del comercio mundial los incrementarán.
Los líderes y expertos reunidos en el Foro reclamaron avanzar en la creación de soluciones sostenibles desde el comercio: “Las emisiones de carbono vuelven a aumentar rápidamente —advirtió Durant— a medida que las economías se recuperan. Debemos redoblar nuestros esfuerzos para limitar las emisiones. La política comercial es una de las herramientas que tenemos para evitar una espiral que amenaza el medio ambiente y nuestra existencia”.
Se hace necesario explorar cómo el sistema de comercio multilateral puede contribuir a una recuperación sostenible e inclusiva. El comercio debe formar parte de la solución climática. La pandemia dejó al descubierto muchas fallas del actual sistema y agudizó las tensiones comerciales, la vulnerabilidad y las desigualdades preexistentes. Hay que reforzar el multilateralismo y encontrar los caminos para hacer sostenible el comercio global.
Es una tarea de todos. Si no logramos que las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero caigan un 7,6% cada año en la próxima década, el mundo no podrá lograr el objetivo de limitar el calentamiento global a 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales que plantea el Acuerdo de París (PNUMA).
Estamos llamados a adoptar la sostenibilidad como guía y a cambiar la forma de gestionar lo social, lo económico y lo ambiental, a vivir según los ritmos y límites del planeta. La sostenibilidad no puede ser un término de moda. Toca repensar la forma en que vivimos, nos movemos y vestimos, pero sobre todo nuestra forma de producir
y consumir, basada en una economía lineal de
adquirir, usar y tirar.
El Informe anual de brecha de emisiones del PNUMA asegura que —aun sin contar con los innumerables incumplimientos de buena parte de la comunidad internacional (Gobiernos, empresas y ciudadanía)— se espera que al ritmo actual las temperaturas aumenten 3,2 °C. Eso supone impactos climáticos más destructivos y extendidos. Para evitarlo deberemos aumentar más de cinco veces los niveles actuales de recortes en la contaminación.
Petteri Talas, director de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), considera que “estamos avanzando hacia un calentamiento de 3 a 5 °C para fines de este siglo en lugar de 1,5 a 2 °C”, y eso es el anticipo de una catástrofe, como ha alertado reiteradamente António Guterres, secretario general de la ONU.
Por eso, muchas grandes empresas han aceptado las conclusiones de la ciencia y apuestan por un comercio y una economía sostenibles. Un documento del BBVA lo refleja con precisión: “Al planeta no le salen las cuentas si cada año agotamos los recursos. Ese desequilibrio denunciado por la ciencia es una preocupación compartida. Estamos llamados a adoptar la sostenibilidad como guía y a cambiar la forma de gestionar lo social, lo económico y lo ambiental, a vivir según los ritmos y límites del planeta. La sostenibilidad no puede ser un término de moda. Toca repensar la forma en que vivimos, nos movemos y vestimos, pero sobre todo nuestra forma de producir y consumir, basada en una economía lineal de adquirir, usar y tirar. Por último, es clave que el proceso se mida sobre criterios de transparencia, de forma que no sea utilizado para hacer greenwashing [lavado de imagen verde]”.