¿Hacia dónde marcha América Latina?

Como encerrada en un laberinto del que no logra salir, América Latina recorre, desde hace décadas, los mismos caminos. Desentrañar hacia dónde se dirige América Latina implica enfrentar innumerables preconceptos y mitificaciones que, a fuerza de repetidos, han construido falsas lecturas de su realidad.

Por Antonio López Crespo

Como encerrada en un laberinto del que no logra salir, América Latina recorre, desde hace décadas, los mismos caminos. Ha intentado encontrar esa salida, alternado gobiernos autoritarios y regímenes tibiamente democráticos, golpes militares e insurrecciones armadas, con ensayos promercado, socialistas y dictaduras comunistas.

Recorrió experimentos económicos proteccionistas, políticas neoliberales, regímenes centralizados y, muchas veces, verdaderos “engendros” en una especie de Frankenstein conceptual. Lo ha ensayado todo. Y siempre con el mismo resultado: breves éxitos y rotundos fracasos. Sin encontrar la salida, la región parece querer seguir insistiendo en repetir sus errores esperando mejores resultados.

Desentrañar hacia dónde se dirige América Latina implica enfrentar innumerables preconceptos y mitificaciones que, a fuerza de repetidos, han construido falsas lecturas de su realidad. Por derecha e izquierda (si esas categorías tienen alguna vigencia), las interpretaciones sobre la realidad latinoamericana se asientan en miradas obsoletas, atadas siempre al pasado.

Para unos, los legítimos reclamos de libertad de la ciudadanía en Cuba son la “resistencia” ante un “comunismo” que se expande por Occidente y, en especial, por Iberoamérica (España incluida). Y que tiene su fuente remota en la China gobernada por el Partido Comunista de China (PCCh). La “canción” tiene letra y música de la Guerra Fría con una debilidad conceptual que asusta.

Para otros, lo que sucede es que el “imperialismo estadounidense” es el responsable de la pobreza y las penurias de pueblos como el cubano o el venezolano (y en definitiva de toda América Latina) por las sanciones y los bloqueos que aplica a quienes se resisten a sus designios. Aunque cambie el “culpable”, la “canción” es la misma y atrasa casi un siglo.

Parece incomprensible que la situación de América Latina no provoque una alarma generalizada ante el retroceso de su significación global. La mayoría de sus países tenía hace cincuenta años un nivel de desarrollo significativamente más alto que los asiáticos.

Mirarse en el espejo

En ningún caso, las explicaciones del eterno fracaso de la región implican una mirada autocrítica o hacia el interior de sí misma. La responsabilidad es siempre ajena para una región que adolece de cierta autocomplacencia.

Parece incomprensible que la situación de América Latina no provoque una alarma generalizada ante el retroceso de su significación global. La mayoría de sus países tenía hace cincuenta años un nivel de desarrollo significativamente más alto que la mayoría de los asiáticos. En 1953, Corea del Sur era más pobre que la mayoría de las naciones latinoamericanas. Hoy es una de las potencias económicas más desarrolladas del mundo.

En 1980, la producción manufacturera de Brasil era mayor que la de China, India, Corea del Sur, Tailandia y Malasia juntas. Veinte años después solo representaba un 10% de esos países.

Mientras que Asia crecía a un 7% (con excepciones aún más potentes, como China, India o Vietnam), América Latina lo hacía en torno a un 3% o menos. Los crecimientos de algunos países latinoamericanos (Brasil y México en los años 60 y 70; Argentina, Perú y Chile en los 90) no fueron consistentes y no se sostuvieron en el tiempo.

El análisis de las experiencias de Asia y América Latina dan cuenta de algunas de las causas profundas de esos diferentes resultados. Acostumbrados al sacrificio, los asiáticos encararon las transformaciones con prudencia, pragmatismo y, como dicen los chinos, “cruzando el río, caminando sobre las piedras”.

China e India son un buen ejemplo de ello. China experimentó la apertura económica en “zonas económicas especiales” (ZEE) durante años antes de permearla al resto de su economía. India hizo su primera disminución de los aranceles de importación tras siete años de su apertura económica en 1980 y su apertura financiera, trece años después de iniciado el proceso. Lo mismo sucedió en Corea del Sur, Vietnam y otras economías asiáticas.

La evolución fue cuidadosa y estable. Respondió a una planificación a largo plazo, lo que permitió la adaptación por parte de los agentes económicos. Aplicó tasas de cambio competitivas y bajas tasas de interés. La inversión privada fluyó entonces hasta alcanzar un 30% del PIB en Asia, mientras que en América Latina escasamente llegó a la mitad.

Detrás de ese “modo de hacer latinoamericano” se revelan algunas de las razones de sus dificultades crónicas: improvisación, apuesta a lo fácil con rechazo del pensamiento complejo, carencia de planificación y visión mágico-religiosa de la realidad.

Al contrario del pragmatismo asiático, América Latina siempre encaró sus transformaciones (por derecha e izquierda) como “conversiones religiosas” con criterios fundamentalistas. Tras una “experiencia estatizante e intervencionista” compulsiva, sobrevenía una “experiencia de liberalización” tan compulsiva como la anterior. Las reformas implementadas de esa manera no podían sino terminar en estrepitosos fracasos y más penurias para la población, como sucedió.

Detrás de ese “modo de hacer latinoamericano” se revelan algunas de las razones de sus dificultades crónicas: improvisación, apuesta a lo fácil con rechazo del pensamiento complejo, carencia de planificación y visión mágico-religiosa de la realidad.

Asia, por el contrario, acompañó las reformas con una gran inversión en educación (Corea del Sur, China, India, Vietnam) y estímulos a la conformación de grandes conglomerados económicos, que implicaron tiempo y planificación, lo que les permitió revertir la situación de subdesarrollo y convertirse en naciones con un rol decisivo en el tablero mundial.

Mientras América Latina agudiza su atraso y muestra alarmantes índices de pobreza, hambre e inseguridad, no aparecen signos de autopercepción de las causas profundas de su retroceso. Sus élites se debaten entre visiones políticas y económicas anacrónicas que comparten una mirada profundamente conservadora y retardataria de la realidad.

El pobrismo

La región parece no poner en cuestión arraigadas culturas políticas regionales que subyacen en su estructura como verdades incuestionables y que, una y otra vez, alimentan las mismas recetas esperando que produzcan resultados diferentes.

Quizá la más notoria sea el “pobrismo”, una herencia que la Iglesia católica introdujo en el alma de la región. Allí se unen dos enseñanzas presentes en su “doctrina social”: el anticapitalismo y el antiliberalismo.

Las escuelas y las universidades católicas donde se formaron las élites latinoamericanas estuvieron marcadas por las enseñanzas contenidas en las encíclicas papales. Según la Doctrina Social de la Iglesia, de acuerdo con el plan de Dios, la creación entera y los bienes que en ella se encuentran corresponden en justicia a todos los seres humanos y deben repartirse de manera equitativa.

Este principio incuestionable se torna problemático cuando bajamos a su instrumentación. Allí se establece la opción preferencial por los pobres, entendidos como los que padecen pobreza socioeconómica. Y explica que las desigualdades son consecuencia de las estructuras de pecado y, en especial, del pecado personal de quienes sostienen el sistema de riqueza.

El pobrismo atribuye una cierta superioridad moral a los pobres. Contrariamente a lo que sucede en el mundo anglosajón y en el asiático, eso da fundamento en América Latina a un marcado desprecio no solo hacia los ricos sino hacia la generación de riqueza.

Como explica el italiano Loris Zanatta, para esa concepción “combatir la riqueza es más importante que eliminar la pobreza” y ello determina buena parte de la respuesta económica de la región. El pobrismo atribuye una cierta superioridad moral a los pobres. Contrariamente a lo que sucede en el mundo anglosajón y en el asiático, eso da fundamento en América Latina a un marcado desprecio no solo hacia los ricos sino hacia la generación de riqueza.

Si se recorre el pensamiento profundo de movimientos políticos trascendentes para Latinoamérica, como el peronismo, el castrismo y el chavismo, pueden descubrirse coincidencias sorprendentes. En todos esos casos, el “pueblo”, la “nación”, la “patria” y el “movimiento” constituyen una unidad. Lo que queda afuera es el “enemigo”, la “antipatria” y el “antipueblo”.

En oportunidad de las manifestaciones de julio en Cuba, el presidente Díaz Canel señalaba: “La calle es nuestra y no de los contrarrevolucionarios, no vamos a admitir que ningún contrarrevolucionario mercenario vendido al Gobierno de los EE. UU. desarrolle estas estrategias de subversión ideológica que van a provocar desestabilización en nuestro país”. Según él, solo son cubanos los revolucionarios. Los otros son enemigos, comprados por EE. UU.

Perón siempre decía que “en Argentina todos somos peronistas”. Como recuerda Zanatta, “el peronista no es peronista porque el peronismo ha funcionado bien; es peronista porque el peronismo es la religión de la patria, no existe otra”.

Detrás de esa concepción, expandida por toda América Latina, hay un mito recurrente: el pueblo elegido, un pueblo que es la reserva de la pureza original, el jardín del edén, un mundo utópico-religioso de armonía y de unanimidad. Lo que Perón definió como “la comunidad organizada”.

Ese pueblo fue corrompido por la riqueza: “el becerro de oro”, el capitalismo. Por eso, la utopía cristiana populista es un canto a la pobreza. El papa Francisco es un cabal exponente de la concepción del “pobrismo” y, en la práctica política latinoamericana, aún los sectores de la derecha económica abrevan en esa concepción. Durante el gobierno de Macri en la Argentina, por ejemplo, se multiplicaron los planes sociales, una política que fue puesta en manos de dos mujeres fuertemente vinculadas a Francisco: Carolina Stanley y María Eugenia Vidal.

“El populismo —dice Zanatta— es la forma en la cual Latinoamérica, en época de secularización, vive la guerra de religiones que Europa vivió cuando se fragmentó la cristiandad en el siglo XVI y XVII”. La singularidad de la mayor parte del populismo latinoamericano es que el pueblo mítico son los pobres.

Aunque Bolsonaro sea también un demagogo populista, su populismo tiene raíces evangélico-protestantes, como la supremacía blanca de Trump, la de Steve Bannon y su “movimiento”, la de los populismos del norte de Europa con su marcada raíz de pueblo o raza superior. Ese populismo concilia con el pensamiento racista de buena parte de las fuerzas armadas y la dirigencia del Brasil y arraiga en algunos sectores de la “derecha” latinoamericana.

En todos los casos, por derecha e izquierda, los populismos de América Latina representan un pensamiento profundamente conservador que se muestra refractario a los cambios. Hay un mito romántico-religioso del pueblo de Dios bueno y pobre que enfrenta la maldad de una élite corrupta que lo explota y solo busca riqueza. Una extrema simplificación.

Allí reside el fundamento de otra característica política de la región: la figura del “redentor”, del mesianismo político que ha signado el desarrollo de múltiples tiranos, déspotas y salvadores de la patria. Por derecha e izquierda, América Latina acumula dos siglos de “redentores”, que aseguran alcanzar la “tierra prometida” del desarrollo. Una y otra vez, los pueblos de la región, sometidos a una intensa fabulación religiosa y vaciamiento educativo, eligen opciones políticas en sus dos versiones concurrentes: derechas plutocráticas e izquierdas autoritarias.

El resultado es siempre el mismo: autocracias militares y burocracias oligárquicas que reconforman la institucionalidad a su medida con reformas constitucionales que habilitan al líder político-espiritual —al “redentor” del pueblo— con alguna forma de poder omnímodo.

Llámense Piñera, Duque y Bolsonaro o López Obrador, Fernández & Fernández y Maduro, la cooptación del poder por una élite o un populismo rampante son las formas en que América Latina evita enfrentar sus dificultades estructurales.

La trampa de la riqueza

América Latina es tierra de excesos. En el marco monumental de los Andes y el esplendor del Amazonas se reúne la mayor biodiversidad del planeta, un tercio de las reservas de agua dulce, una cuarta parte de los bosques y las tierras fértiles.

“Los suelos fértiles de Latinoamérica albergan el futuro de millones de personas en todo el planeta”, destaca el Banco Mundial. Solo cuatro países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Colombia y Bolivia), junto con Angola, la República Democrática del Congo y Sudán, concentran 2076 millones de hectáreas cultivables (1066 millones de hectáreas en América Latina y 1031 millones en África), la mitad del suelo fértil del planeta, apto para producir alimentos. Juntos podrían alimentar al mundo.

Quizá en esa riqueza resida la magia y también el padecimiento de América Latina. Naciones Unidas advierte que América Latina resulta una región clave para alimentar a parte de los 10.000 millones de personas que seremos en 2050.

A ello se le suma una enorme disponibilidad de recursos energéticos y mineros. América Latina y el Caribe son la segunda zona del mundo con mayor cantidad de reservas petroleras, después de Oriente Medio, con una proporción superior al 20%.

En materia de minerales, su riqueza es notable. Según el último informe del Servicio Geológico de EE. UU. (2021), Bolivia, Argentina, Chile, México y Perú controlan el 67% de las reservas mundiales de litio, de una importancia estratégica fundamental. Pero, además, concentra el 49% de las reservas de plata (Perú, Chile, Bolivia y México), el 44% de las reservas de cobre (Chile, Perú y México), el 33% de las reservas de estaño (Perú, Brasil y Bolivia) y el 22% de las reservas de hierro (Brasil, Venezuela y México).

Pero esa extraordinaria riqueza es a la vez una de sus mayores desgracias. Esa asombrosa disponibilidad de recursos y la carencia de una institucionalidad sólida facilitan inversiones teñidas de cortoplacismo y piratería a las que se asocia una corrupción política crónica. La enorme riqueza de recursos ha reforzado además una tendencia a las soluciones fáciles.

Quizá un duro ejemplo de ello sea PDVSA en Venezuela. La disponibilidad del inmenso recurso petrolero parecía hacer innecesario desarrollar una industria. Era más “fácil” para la “derecha plutocrática” apelar al rentismo de un petróleo inagotable. El “socialismo del siglo XXI” predicado por Chávez desde la “izquierda” solo reemplazó una oligarquía económica por otra oligarquía burocrática para seguir viviendo de la renta. Cuando la producción se desfondó, en lugar de aprender que ese no era el camino y había que cambiar lo reemplazó por otro extractivimo brutal: el del oro.

Odebrecht es otro ejemplo contundente del modo de hacer las cosas en la región. En ese caso, políticos, funcionarios y empresarios de toda América Latina fueron descubiertos recibiendo coimas (sobornos) para favorecer a la empresa en la licitación de obras públicas, cometiendo diversos delitos (cohecho, colusión, negociación incompatible, asociación ilícita, tráfico de influencias y sostén ilegal de campañas electorales). Algo que constituye una práctica cotidiana, pero que pocas veces sale a la luz.

Ese contexto determina una nociva tendencia de sus líderes a la búsqueda de soluciones “fáciles y rápidas” que no supongan grandes sacrificios: reiterada apelación a un extractivismo de materias primas sin valor agregado, resistencia a conformar un mercado común con los países hermanos de la región que potencie su desarrollo tecnológico e industrial, carencia de planificación a largo plazo y ausencia de liderazgos consistentes con una mirada de futuro.

Ello pone a América Latina en un sendero de fracasos reiterados, de incertidumbres e inestabilidad política y económica, atrapada en un laberinto agobiante donde los sucesivos “redentores” solo han acumulado pobreza, corrupción, permanente trasgresión de la ley y complicidad con el crimen organizado.

Hambre en el reino de los alimentos

Pese a las enormes riquezas naturales que la región produce y comercia con el mundo, los latinoamericanos padecen restricciones severas en materia de servicios públicos básicos, como salud (la COVID-19 lo reflejó trágicamente), educación, saneamiento, electrificación, seguridad, etc.

Pero la más grave de las restricciones —siendo una de las mayores regiones productoras de alimentos— es el hambre. Casi un tercio de los latinoamericanos —210 millones de personas— vive en condiciones de inseguridad alimentaria y una parte de ellos directamente padece hambre.

En el “reino de los alimentos”, el hambre afecta hoy al 7,4% de la población y llegará al 9,5% en 2030. El hambre en América Central tendrá un incremento del 3% más, es decir, 7,9 millones de personas, para 2030 y en América del Sur aumentará al 7,7%, o sea, unos 36 millones de personas. El Caribe sumará otros 6,6 millones.

En 2019 vivieron esta situación extrema casi 50 millones (47,7 millones de personas). Según el informe SOFI, El estado de seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2020, elaborado por la FAO, la OMS, Unicef y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), América Latina lleva media década de aumentos consecutivos de los indicadores de hambre.

El reporte de la ONU-SOFI llega a una dura conclusión: la región no alcanzará el objetivo de desarrollo sostenible 2, de hambre cero, para 2030. Las proyecciones muestran, por el contrario, que el hambre afectará a 20 millones más que en 2019, llegando a superar los 67 millones de personas para 2030.

Para Julio Berdegué, representante regional de la FAO: “Las cifras de hambre del año 2019 son escalofriantes, como también lo es el pronóstico para el año 2030”. Estas proyecciones no consideraban aún la COVID-19, que incrementará el hambre cuando se contabilicen los efectos de la pandemia.

“La realidad será peor —alerta Berdegué— que la que proyectamos en este estudio. Necesitamos una respuesta extraordinaria de los Gobiernos, el sector privado, la sociedad civil y las organizaciones multilaterales; estamos peor ahora que cuando la región se comprometió con los ODS en 2015. Desde entonces, 9 millones de personas más viven con hambre”.

En el “supermercado del mundo”, en el “reino de los alimentos”, el hambre afecta hoy al 7,4% de la población y llegará al 9,5% en 2030. El hambre en América Central tendrá un incremento de 3 puntos porcentuales más, es decir, 7,9 millones de personas, para 2030 y en América del Sur aumentará al 7,7%, o sea, unos 36 millones de personas. El Caribe sumará otros 6,6 millones.

Muchos medios del mundo han cristalizado la imagen del hambre asociada a África. Es cierto que es allí donde se observan los niveles más altos de inseguridad alimentaria total, pero es en América Latina y el Caribe donde esa inseguridad alimentaria está creciendo más rápidamente: del 22,9% (2014) al 31,7% (2019), en especial por su fuerte incremento en Sudamérica.

En 2021, el 9% de la población latinoamericana ya sufre inseguridad alimentaria grave, lo que significa que hay “personas que se han quedado sin alimentos y que pasan uno o varios días sin comer”. Y unos 70 millones de los habitantes de la región —637 millones de personas— viven en condiciones de inseguridad alimentaria moderada, lo que significa que hay “personas cuya capacidad de obtener alimentos es incierta y se ven obligadas a reducir la cantidad o calidad de los alimentos que consumen”.

Un dato muy alarmante y que desmiente las fervorosas declamaciones de muchos Gobiernos de la región en favor de los pobres es que, entre todas las regiones del mundo, América Latina registra el costo más alto para comprar una dieta que cubra las necesidades energéticas mínimas: 1,06 dólares por persona al día, lo que significa un 34% más que el promedio global. Y 3,98 dólares por persona al día para comprar una dieta saludable, que aporte nutrientes esenciales por encima del mínimo.

Según el informe SOFI, ese valor “es el más alto del mundo: 3,3 veces más caro que lo que una persona bajo la línea de pobreza podría gastar en alimentos. Según los ingresos promedio estimados, más de 104 millones de personas no pueden permitirse una dieta saludable”.

La población de Honduras necesita el 100% de sus ingresos si quiere acceder a una canasta básica de alimentos. En Bolivia, el 62,9%; en El Salvador, el 49,9%, y en República Dominicana, el 34,8% (fuente: ModeHub).

Para verificar las dificultades de acceso a una canasta básica saludable es importante considerar el monto del salario mínimo de cada país. Pese a incrementos recientes y la retórica demagógica de sus Gobiernos, los tres países más grandes de Latinoamérica apenas superan los 200 dólares por mes: Argentina (216 dólares), México (215 dólares) y Brasil (205 dólares) (fuente: Statista).

Esos valores reflejan la cotización oficial, pero, en casos como Argentina (con cinco cotizaciones distintas), el desfasaje entre esa cotización y la realidad es de más del 70%, lo que lleva el salario mínimo a 127 dólares por mes.

La media de los países de la región está entre 250 y 350 dólares por mes, con solo Chile (441 dólares), Uruguay (423 dólares) y Ecuador (400 dólares) por encima de esos valores.

Un caso que destaca en la región es el de Venezuela, cuyo salario mínimo mensual equivale a 3,54 dólares, pese al aumento del 178% en mayo. La tasa oficial de cambio de un dólar es igual a 2,8 millones de bolívares. Hasta el Primero de Mayo de 2021, cuando se aumentó “celebrando” el Día del Trabajador, el salario mínimo equivalía a algo menos de 1 dólar por un mes de trabajo.

Venezuela es hoy uno de los veinte países del mundo con mayor riesgo de agravar el hambre entre su población. Casi un tercio de la población (unos 9,3 millones de personas) enfrenta dificultades de acceso a los alimentos, sufre desnutrición o pasa hambre (fuente: FAO).

Es el resultado de décadas de demagogia, corrupción, dilapidación de riquezas y declamación populista, que han colocado a una de las regiones más ricas del planeta en el estancamiento económico y la desesperanza.

Cien años de soledad

Los pueblos de América Latina han depositado sus esperanzas, una y otra vez, en dos repetidas promesas de progreso económico: una construida a partir de proyectos intervencionistas y estatizantes; la otra, de corte promercado.

En ambos casos, con el mismo falso basamento: resultados mágicos. En un caso, la suposición de que el control del Estado pondrá en orden la apropiación plutocrática, sin considerar quién controla al controlador. En otro, la suposición de que la liberalización del mercado provocará crecimiento económico y distribución, sin considerar los múltiples factores que condicionan el intercambio económico, que requiere regulación.

Ambas tendencias tienen carencias similares. No plantean reforzar la institucionalidad, no se genera una “revolución educativa y del conocimiento”, no se planifica un crecimiento a largo plazo, no se plantean acuerdos políticos que trasciendan los períodos de gobierno. Son dos “religiones” enfrentadas que no se reconocen como parte de una misma comunidad.

En realidad, América Latina solo posee precarios rasgos democráticos. Si bien sus autoridades son elegidas —en general, con procesos muy intervenidos por la demagogia y el poder económico—, los distintos procesos no desarrollan ni consolidan los equilibrios institucionales y la transparencia que requiere una democracia plena. Tampoco hay avances importantes en los limitados niveles educativos de la mayoría de la población.

Cuando en la región asume un nuevo presidente, como viene a solucionar todo (el “redentor”) y es depositario de la voluntad popular, considera que para ejecutar sus propuestas necesita no contar con límites o contrapesos a su gestión. Esa expectativa de cooptar otros poderes del Estado o disolverlos desata dos opciones habituales en la política regional: inestabilidad (si no es exitosa) o dictadura (si se logra).

La apropiación rentística del Estado por parte de ambas oligarquías (la de las clases corporativa-plutocrática y político-burocrática) es la que impide que América Latina avance con reformas que mejoren sus instituciones, en eficiencia, innovación y transparencia. Esas reformas afectarían a “sus negocios”, las formas espurias de manejar las licitaciones, las cuentas públicas, etc.

En América Latina se vendieron fábricas y campos para volcar esos fondos a la especulación financiera, con el beneplácito de los Gobiernos. Como consecuencia, la actualización tecnológica se detuvo, la diversificación económica se paralizó y producir bienes dejó de ser negocio.

Esa situación es la que impide a América Latina abrevar en las experiencias de países a los que les ha ido mejor y apostar por sus fracasados modelos para ver si alguna vez funcionan mejor. Lo hace con un criterio ideológico-religioso; contrariamente que los asiáticos, que en lugar de fascinarse con la ideología apelan a su tradición pragmática.

“No importa si el gato es blanco o negro. Lo que importa es que cace ratones”, enseñaba el líder chino Deng Xiaoping. Importan los resultados: 840 millones menos de pobres en China en treinta años.

El crecimiento económico acelerado de países como China e India ha sacado a millones de personas de la pobreza. Según Naciones Unidas, gracias a su extraordinario crecimiento, la transformación económica y social de Asia también ha cambiado fundamentalmente el panorama de la economía global y la gestión de la pobreza: “En 2019, las tasas de incidencia de la pobreza en los países en desarrollo de Asia habían caído por debajo del 3%. La región está entrando en una fase crítica caracterizada por la eliminación de la pobreza extrema y la apertura de una nueva era marcada por la reducción de la pobreza relativa”. Y se estima que será la región que logrará el primer objetivo de la Agenda 2030 de erradicar la pobreza.

América Latina se adhiere al neoliberalismo con el mismo fervor fundamentalista con que, de pronto, se entrega a variantes neomarxistas. Claro que, en la interpretación de algunos, ello expresa la batalla eterna entre el pueblo y el antipueblo, un ensueño religioso que debería concluir en una hipotética y romántica unidad. “¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué nos portamos deslealmente unos contra otros, profanando el pacto de nuestro padre? (Malaquías 2:10).

El reclamo bíblico actualizado se expresa hoy en América Latina con formas que manifiestamente descartan la validez democrática de visiones disímiles en constante evolución. Por el contrario, hay una sola verdad y solo integran el “pueblo” quienes la comparten sin fisuras: “Construir la unidad del pueblo para construir la patria grande y el socialismo”, reclama el Consejo de Movimientos Sociales de Caracas; “Unidad del pueblo para construir una sociedad justa y humana”, pide el Encuentro Continental de Montevideo en 2017.

Francisca Rodríguez, de la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas de Chile, expresa el “mito bíblico” con claridad: “Tenemos que recuperar el pueblo, la soberanía popular, fijar la sociedad que queremos construir y acabar con la derecha que fraudulentamente va ocupando el espacio que nosotros algún día hemos dejado vacío”. Es decir, el pueblo bueno y pobre alguna vez habitó el paraíso del que fue desalojado por el pecado de la riqueza.

Como escribieran hace más de quince años Nelly Arenas y Luis Gómez Calcaño en El mito de la unidad del pueblo, “el mito bolivariano ha prendido fácilmente en el común de los venezolanos, esta vez de la mano de alguien que, en nombre del padre de la patria, le ha vendido al país una revolución que promete la venida de un ‘reino feliz de los tiempos finales’, el cual, para su definitivo establecimiento, precisa del concurso del pueblo organizado”.

Se trata de una mirada superficial y simplista, de una lectura literal del texto bíblico. Algo que predomina en la cultura política de EE. UU. y que ha prosperado con el culto evangélico en Latinoamérica, que se suma a una pobrísima visión de la dirigencia de la región sobre los cambios en el contexto global.

Cuando EE. UU. deslocaliza su producción manufacturera y apuesta por solventarse con el negocio financiero y la producción primaria, aprovechando los bajos salarios de Asia, la respuesta asiática fue utilizar esa circunstancia para su propio desarrollo, a costa de un enorme sacrificio de su fuerza laboral. El resultado fue un vertiginoso crecimiento y una notable mejoría de las condiciones de vida de su población, con millones de personas saliendo de la pobreza.

EE. UU. predicó —y su mensaje prosperó en buena parte de Occidente— que los negocios financieros podían desarrollarse exitosamente por fuera de la economía real. Duró un tiempo y hoy muestra su insostenibilidad, bajo la amenaza de una grave crisis financiera en desarrollo, tal como anticipan voces de la envergadura de Larry Fink o Warren Buffet.

La plutocracia latinoamericana, con su dependencia “cultural” del modelo estadounidense, creyó encontrar un camino fácil de beneficios en el mundo de las finanzas. Los activos financieros crecían cinco veces más que el producto, por lo que, en lugar de imitar a Asia, abandonó su incipiente industrialización creyendo que era sustentable en el tiempo crecer con los productos primarios, seguros y bancos.

Lo hizo Chile con gobiernos conservadores de derecha y lo hicieron Argentina y Brasil, bajo los Kirchner y Lula, con gobiernos conservadores de izquierda. La fantasía duró mientras los precios de las materias primas fueron un balón de oxígeno para sus economías. Luego estalló.

En Asia, los grandes grupos económicos, en cambio, responden a empresas productivas. En América Latina se vendieron fábricas y campos para volcar esos fondos a la especulación financiera, con el beneplácito de los Gobiernos. Como consecuencia, la actualización tecnológica se detuvo, la diversificación económica se paralizó y producir bienes dejó de ser negocio.

La apelación a las grandes soluciones encaradas en Asia (apuesta por la educación y la ciencia, fomento de la innovación y el desarrollo tecnológico, apertura a las exportaciones, incremento de la renta per cápita de la ciudadanía y fortalecimiento de la institucionalidad) fueron reemplazadas en América Latina por asistencialismo gubernamental y liderazgos mesiánicos —fenómenos endémicos de la región— que se consideran “intérpretes” de la voluntad popular, en cuyo nombre disuelven instituciones, cooptan la justicia, modifican la constitución, etc.

Datos duros

La realidad económica prepandemia era magra para la región. Las previsiones para 2020 continuaban esa tendencia y la expectativa era un crecimiento del 1,6% en el año, tras un crecimiento casi cero en 2019.

La pandemia del coronavirus barrió aún esas exiguas expectativas. No solo el costo en vidas fue dramático (la región registró 1.300.000 fallecidos hasta julio de 2021, casi el 30% de las muertes registradas por covid, aunque solo tiene el 8% de la población mundial), sino que el PIB regional se hundió un 7,4%, la mayor pérdida anual de producto desde 1821, según datos del BID.

Se prevé un “rebote” en 2021 del 4,1% pero en los años siguientes volverá a niveles de 2,5% anual, salvo nuevos brotes o un menor crecimiento de EE. UU. y la UE, lo que sometería a América Latina a un crecimiento en torno al 1,1% en 2022 y al 1,8% en 2023.

Según CEPAL, la contracción económica arrasó casi 3 millones de empresas, lo que impulsó el desempleo y la informalidad. El impacto sobre el empleo de la región fue brutal. En los primeros nueve meses de pandemia se perdieron el 10% de los empleos. En el pico de la emergencia sanitaria, la pérdida de empleos en solo doce países fue de 26 millones de empleos.

De acuerdo con la OIT, la región finalmente ha perdido más de 34 millones de puestos de trabajo, lo que hizo crecer la indigencia o la pobreza extrema del 12,1% al 14,6% y la pobreza moderada del 11,7% al 14,6%.

La ya endeble situación económica de la región hizo que el paquete promedio de estímulos para la recuperación fuera del 8,5% del PIB, es decir, menos de la mitad de lo invertido por las economías avanzadas (19%) con el agravante de que dos de cada tres países en la región implementaron paquetes muy modestos, en torno al 3% del PIB, en general como transferencias directas a los hogares.

Ello plantea un difícil panorama de cara al futuro. Los déficits fiscales totales pasaron de un 3% del PIB (en promedio) en 2019 al 8,3% en 2020. Y la deuda pública aumentó del 58% del PIB en 2019 al 72% en 2020 con previsiones del 76% hacia 2023.

Las medidas financieras implementadas para brindar cierto alivio en la emergencia abren un abanico de riesgos importantes a la hora de cierto retorno a la “normalidad”. Forzados por la desesperación, muchos Gobiernos aumentaron el gasto sin medir demasiado las consecuencias de acumulación de deuda futura.

Hay que recordar que, en los meses inmediatamente anteriores a la pandemia, varios países de la región enfrentaban una ola de protestas con manifestaciones masivas en países como Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia. Y durante 2021 en Cuba y Brasil.

Al aumento del malestar social por el incremento de la desigualdad económica, el deterioro de las condiciones de vida de las clases medias, la baja calidad de los servicios públicos y la flagrante desconexión entre los partidos políticos y la ciudadanía, se sumarán ahora la agudización del hambre y el desempleo y los trágicos resultados de la gestión ineficiente del coronavirus que arroja más de un millón de muertos en América Latina (553.000 en Brasil, 240.000 en México, 195.000 en Perú, 120.000 en Colombia, 105.000 en Argentina, etc., hasta fines de julio).

Como señala Jaime Sepúlveda, director del Instituto de Ciencias de la Salud Global de la Universidad de California (EE. UU.), la pésima gestión ha hecho que América Latina se haya convertido en “la región más afectada del mundo” por la pandemia.

Pero el problema no se origina con la pandemia. El PIB latinoamericano ha crecido a un pobrísimo ritmo medio anual de menos del 1% desde 2014, lo que crea las condiciones para un incremento de las protestas. La desidia, la ignorancia y la corrupción de las élites políticas y económicas latinoamericanas solo son capaces de mejorar esos números cuando los precios de las materias primas determinan alguna mejoría temporaria. Como sucedió con la expansión al 4% anual año registrada en el período 2003-2013, que ni siquiera permitió reducir la desigualdad.

En una demostración de la liviandad de ciertos análisis, The Economist llamó a ese período la “década latinomericana”, destacando el “giro a la izquierda” que había dado entonces la región, con el ascenso de Lula, Kirchner, Correa, Chávez, etc. El frívolo reconocimiento internacional destacaba “nuevos rumbos en el tratamiento de la cuestión social, la participación política o los derechos de las minorías” y confrontaba la crisis financiera de EE. UU. de 2007 con la reducción de la pobreza en América Latina a casi a la mitad.

Nada de eso era cierto en profundidad. No había un sólido crecimiento económico, sino un alza fulgurante del precio de las materias primas. Ciertos medios internacionales quisieron ver que era el resultado de una nueva izquierda en América Latina que impulsaba la participación política, un mayor rol del Estado y una apertura de derechos.

Esa izquierda —como sucediera una y mil veces con la derecha de la región— no fue ni siquiera capaz de poner en marcha las bases de una transformación ni de aprovechar esos recursos para avances estructurales. Dilapidó los ingresos en asistencialismo para garantizarse demagógicamente el apoyo electoral y acentuar el mesianismo de liderazgos como el de los Kirchner, Lula o Chávez-Maduro. Y mantuvo y profundizó la dependencia de los recursos naturales, incluso de industrias tan altamente contaminantes como la de los combustibles fósiles, en una demostración de su escasa lectura del futuro.

Su conservadurismo —coincidente con lo que ejecuta la plutocracia regional— quedó reflejado en la permanencia del sistema impositivo, la ausencia de fortalecimiento de las instituciones que permitirían consolidar la voluntad popular y fortalecer la democracia, la persistencia de la precariedad social y laboral y la consolidación de las tendencias demagógicas, mesiánicas y fraudulentas del sistema político regional.

Con la baja de los precios de las materias primas, la “fantasía de la bonanza” estalló y dejó al desnudo los consabidos resultados de autoritarismo, corrupción rampante e incremento de la pobreza y la desigualdad.

Se habían desperdiciado quince años de oportunidad para avanzar en el desarrollo y la educación, en la diversificación productiva, en la inserción internacional más allá de las materias primas y en la construcción de instituciones para una democracia más sólida y equitativa. Lo único que fue reforzado fue el mito de la unidad del pueblo con la figura de un “redentor” al frente de la batalla contra el “antipueblo”.

De hecho, América Latina mantiene, como advierte la Organización Internacional del Trabajo (OIT), unos 158 millones de personas en el sector informal de la economía, es decir, fuera de toda protección social, derechos laborales o acceso a un salario legal preestablecido.

El reciente ciclo promercado tampoco ha tenido consistencia. Una vez más —ahora por la derecha—, la respuesta a los grandes problemas de América Latina no han sido transformaciones estructurales, sino la reiteración de las mismas “recetas”, ahora ejecutadas por la plutocracia local. El extractivismo, la apuesta por las materias primas concentradas en pocas manos y la corrupción no han traído más que mejoras en algunos indicadores macroeconómicos y una nueva frustración social ante la ausencia de mejoras en las condiciones de vida de la población.

El fracaso de los Gobiernos promercado de Macri, Duque, Piñera, Bolsonaro y un largo etcétera vuelven a despertar la fantasía de “nuevas experiencias” seudo progresistas con propuestas anacrónicas que retrasan el reloj de la historia y se asientan en el mismo conservadurismo.

Desde la vetustez de un capitalismo de Estado, con López Obrador en México y los Fernández & Fernández en Argentina —evocaciones de la década de 1950—, a la reaparición de un izquierdismo infantil en Perú, con el nuevo presidente Pedro Castillo, que promete terminar con la concentración económica, nacionalizar la banca y las materias primas porque, según sus declaraciones, su “modelo de país es Singapur” (¡¡sic!!).

Quizá solo en la experiencia de El Salvador se ven algunos intentos de encarar simultáneamente programas de desarrollo integral, lucha contra la corrupción y el crimen organizado, mejoras en los servicios públicos y la asistencia social, sumado a cierta voluntad de consolidación institucional. Rasgos del modelo asiático que la dirigencia política y económica de América Latina se resiste a adoptar.

El costo de la corrupción

A los crecientes reclamos por la situación socioeconómica se suma un importante hartazgo de la sociedad civil en América Latina ante la “oligarquización” de la clase política que opera como una corporación —muchas veces mafiosa— y absolutamente despegada de los intereses de la población.

La corrupción endémica y cada vez más ostensible pone en cuestión la legitimidad de los Gobiernos, lo que se manifiesta en un reclamo cada vez más radicalizado sobre la utilidad del Estado con expresiones anárquicas y libertarias.

La suma de ineficiencia estatal, sistemas judiciales débiles o permeados por la delincuencia, la connivencia con el narcotráfico y el crimen organizado construyen una impunidad que fomentan una corrupción descontrolada y acarrean enormes costos económicos.

Se trata de uno de los mayores problemas que sufre América Latina, en tanto que incorpora la delincuencia a la práctica política, merma los recursos destinados a los servicios públicos, menoscaba la legitimidad democrática y es un obstáculo importante para hacer negocios.

Según el Índice de la Corrupción 2020, de Transparencia Internacional, salvo tres países —Uruguay, Chile o Costa Rica—, el resto de los países de la región padece importantes niveles de corrupción.

Reacciones ineficientes, débiles o caóticas, prácticas ilegales y falta de transparencia sobre cómo se ha invertido la ayuda internacional para hacer frente a la pandemia son algunos de los factores que han agudizado la imagen de Latinoamérica como una de las regiones más corruptas en el mundo, según ese organismo.

Algo que comparte Patricia Moreira, directora de Amnistía Internacional: “La falta de avances reales es decepcionante y puede tener efectos negativos para los ciudadanos. Para acabar con la corrupción y mejorar la calidad de vida de las personas debemos atacar la relación entre la política y las finanzas”.

Con frecuencia, esa relación concurre con sectores de la delincuencia y el crimen organizado, como sucede en Centroamérica con las maras o en México con los carteles de la droga.

El Reporte de Economía y Desarrollo de CAF revela que el 51% de los latinoamericanos considera que la corrupción es el principal problema de sus países (por encima de las condiciones económicas, el acceso a la vivienda y los servicios o la inseguridad) porque disminuye la capacidad del Estado para proveer bienes y servicios públicos de calidad y limita el crecimiento económico.

Mirar al futuro

Para salir de su actual laberinto, América Latina necesita abandonar sus vetustas concepciones y mirar al futuro. Hace más de dos décadas, la OCDE recomendaba a los Gobiernos de la región atender al modelo asiático de desarrollo. Pero persisten en alternar entre una plutocracia extractivista y una izquierda infantil igual de extractivista.

Si la pandemia dejó al descubierto el impacto de la corrupción en América Latina y sus secuelas en el sistema sanitario, los recursos internacionales volcados a atemperar sus consecuencias mostraron la falta de una mirada de largo plazo en sus élites dirigentes.

Es frecuente oír a los políticos de América Latina decir que los problemas económicos y sociales de la región son de tal magnitud que es imposible pensar en el largo plazo porque los acosa la emergencia.

El razonamiento alberga un profundo error conceptual que explica la lamentable postergación de una de las áreas más ricas del planeta. La falta de una mirada estratégica a largo plazo es lo que precisamente remite a reiteradas emergencias porque se carece de previsión.

Un ejemplo de ello es la respuesta de los Gobiernos de América Latina a la pandemia. Como en el resto del mundo, para afrontarla, los Gobiernos nacionales han implementado paquetes de recuperación, que bien planificados podrían ser una herramienta de desarrollo y salida integral más allá de la crisis.

Eso requiere que el enfoque no se limite a la “emergencia” actual y que se entienda —como aconsejan la OMS y el PNUMA— que la COVID-19 es el resultado de una “ruptura con la naturaleza” provocado por el modelo industrial de producción y consumo. Que las pandemias se sucederán y que los planes de recuperación deben incorporar la perspectiva del cambio climático para aprovechar la oportunidad de construir una economía sostenible.

Por lo tanto, lo indicado es aprovechar la oportunidad para desarrollar una política de crecimiento innovador y sostenible y una política fiscal que no repita las ruinosas experiencias que la región ha tenido en la materia.

Pero, lamentablemente, el monitoreo de las políticas de gasto fiscal del Tracker de Recuperación de ALC revelan que, una vez más, América Latina olvida el largo plazo y desaprovecha la oportunidad de invertir en una recuperación sólida y sostenible.

La plataforma muestra en tiempo real datos de los 33 países de la región y revela que, en materia de gasto ambientalmente sostenible pospandemia, América Latina permanece rezagada frente al resto del mundo: 0,5% del gasto total frente al 2,8% (cinco veces y media menos) y 2,2% del gasto de recuperación a largo plazo frente al 19,2% a nivel mundial (ocho veces y media menos).

Cuando el Tracker analiza más de 1100 políticas regionales, muestra que el gasto total regional (poscovid) fue de 318.000 millones de dólares, y que el 77% de esa enorme cifra se asignó a las amenazas a corto plazo (entre ellas, la imprescindible necesidad de salvar vidas), de 46.000 millones a gastos de reposición de la actividad y solo 1470 millones fueron destinados a una reactivación sostenible e innovadora.

En esa reactivación de futuro, los países de América Latina y el Caribe solo están gastando el 2,2% de los fondos, perdiendo una oportunidad crucial para lograr un mayor crecimiento económico, afrontar la crisis ambiental y ofrecer beneficios sociales significativos y perdurables.

Del presupuesto total, América Latina solo asignó en promedio 490 dólares per cápita contra los 650 dólares del resto de los mercados emergentes y las economías en desarrollo, lo que queda dramáticamente lejos de los 12.700 dólares de las economías avanzadas.

Si las inversiones en estructura sanitaria se hubieran contemplado hace años en una programación estratégica a largo plazo, seguramente las gravísimas consecuencias que la región tuvo con la pandemia podrían haberse evitado o morigerado.

Pero la inercia cerebral de sus élites políticas y la carencia de pensamiento estratégico han generado que la mayor proporción del presupuesto para recuperación se haya gastado en sectores no sostenibles.

Casi tres cuartas partes (el 74%) se invirtieron en infraestructuras para fuentes de energía fósiles y un 13% para infraestructuras portuarias y aeroportuarias insostenibles, es decir, actividades negativas para el medio ambiente que generarán a corto plazo voluminosos gastos correctivos.

Solo preocupados por su propia perduración en el poder, por atender los intereses de las grandes corporaciones y por evitar a la vez la irritación popular, destinaron el 83,7% de los fondos en sectores no sostenibles, subsidiando los precios de los combustibles fósiles, la infraestructura de energía fósil tradicional, la aviación, la electricidad fósil e incluso, en un desvarío notable, el equipamiento de las fuerzas armadas (400 millones de dólares en Argentina).

Mientras que el 16,3% restante usado en iniciativas sostenibles estuvo concentrado en solo cinco países (Brasil, Colombia, Chile, Jamaica y Panamá), de los cuales Brasil y Chile representan más de dos tercios de esa inversión. Es decir, que, si omitiéramos a ambos, los 31 países restantes de la región apenas han invertido 500 millones en sectores decisivos para afrontar el futuro.

Como señala el Natural Resource Governance Institute (NRGI), el verdadero problema tiene que ver con la falta de una visión a mediano y largo plazo. El organismo se preguntaba en un informe (agosto de 2020): “¿Deberían los países seguir apostando por proyectos que pueden no ser comercialmente sostenibles e invertir o promover inversiones en exploración en una industria que tiene un futuro sombrío? ¿Deberían los Gobiernos relajar las normas y procedimientos fiscales, sociales y ambientales para hacer competitiva una industria que se enfrenta a un futuro tan adverso? ¿Tienen sentido inversiones petroleras adicionales frente al catastrófico calentamiento global?”.

Conclusión

América Latina está en una encrucijada histórica. Deberá poner en marcha transformaciones estructurales de enorme calado. Ser capaz de poner en cuestión sus “modos de hacer” y admitir que solo la han llevado al fracaso. Serán los propios latinoamericanos quienes deberán exigir esos cambios a una dirigencia obsoleta, alojada en el pasado y atrapada entre la corrupción y la delincuencia organizada.

Suena duro, es cierto. Pero los diagnósticos deben reflejar la realidad si pretendemos que habiliten el camino de la sanación.

América Latina está en una encrucijada histórica. Deberá poner en marcha transformaciones estructurales de enorme calado. Serán los propios latinoamericanos quienes deberán exigir esos cambios a una dirigencia obsoleta, alojada en el pasado y atrapada entre la corrupción y la delincuencia organizada.

Habrá que congeniar reformas para reducir la desigualdad y políticas activas de redistribución con la promoción de un vigoroso dinamismo económico. Ninguno podrá hacerse en el actual contexto de debilidad institucional que padece la región y sin una verdadera revolución educativa y de la política de conocimiento.

Las dificultades para enfrentar esos desafíos son descomunales. Pero hay ejemplos de pueblos que lo han logrado en 25 o 30 años. Asia es un espejo en el que mirarse. Abandonar la imprevisión, el facilismo, los mitos ideológicos-religiosos y, sobre todo, poner en cuestión a los “seudosalvadores de la patria”.

Hay futuro, pero de los laberintos se sale por arriba.

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