China en cuestión

Por Antonio López Crespo

Cuál será el rumbo de las relaciones sinoestadounidenses y cómo se configurará el orden mundial a mediados de este siglo son dos de los grandes interrogantes del ahora para trazar el futuro de la economía y la estabilidad mundiales.

Aunque el escenario actual sea el de una agudización de las tensiones y los enfrentamientos, ese no era el camino elegido por ambas potencias en la primera década del siglo, cuando el mundo gozaba de un creciente predominio del multilateralismo y la apuesta por la globalidad.

Cuando George W. Bush visita a Hu Jintao en noviembre de 2005, tras una reunión en el Gran Palacio del Pueblo, enfrentan juntos a la prensa y manifiestan su voluntad de resolver cualquier litigio comercial bajo el criterio win-win (ambos ganan).

No eran aliados pero tampoco enemigos. Las relaciones entre China y EE. UU., pese a ser polifacéticas y complejas, operaban en el amplio marco de competencia en algunas áreas y de socios en otras. EE. UU. no consideraba a China como un enemigo, tal como lo definen hoy tanto Trump como Biden.

Una sucesión de gestos había ido consolidando la relación: el reconocimiento en 1979 de la República Popular China como la representación legítima de la nación en lugar de Taiwán, la paulatina transformación de China de una economía de planificación centralizada a una economía socialista de mercado, la descentralización de su comercio exterior y la reducción de aranceles, la supresión en 1996 del control de cambios sobre las transacciones de la balanza en cuenta corriente y la incorporación de China, con el acuerdo de EE. UU., a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en diciembre de 2001 tras quince años de arduas negociaciones.

Esos avances hacia una economía global provocaron la rápida expansión del comercio y la afluencia de inversiones. Las exportaciones chinas crecieron casi treinta veces en dos décadas (de 10.000 millones de dólares en 1978 a 278.000 millones de dólares en 2000). La relación entre el comercio exterior y el PIB se cuadruplicó (del 10% al 40% entre los años 80 y finales de los 90). Y los flujos de inversión extranjera directa llegaron en 2000 a 47.000 millones de dólares, una cifra solo superada por EE. UU.

En los siguientes años, China se convirtió en el mayor comprador de bonos estadounidenses, en su principal proveedor y en el socio comercial más importante fuera de sus asociados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Canadá y México).

En 2008, Hillary Clinton, al describir su política exterior, aseguraba que la relación sinoestadounidense sería la relación bilateral más importante del mundo en el siglo XXI y que esos vínculos eran una prioridad. Conceptos que compartían varios líderes mundiales y destacados académicos y analistas internacionales.

Un hecho curioso y destacable —si analizamos las actuales circunstancias— fue el papel que los medios de comunicación jugaron entonces para moldear la visión de la importancia de la relación con China, la valoración elogiosa de su desarrollo y su rol en el equilibrio mundial. Solo era discutible para los medios occidentales la situación de los derechos humanos o las libertades políticas en China, reclamo que se hacía con cuidado y máxima diplomacia para no irritar al “amigo” que habitaba en Beijing.

Matrimonio por conveniencia

En 2014, en un lúcido artículo de Stephen Roach (Un replanteamiento de la relación entre China y Estados Unidos), el profesor de Yale y expresidente de Morgan Stanley Asia explicaba esa relación: “Estados Unidos y China están fundidos en un abrazo incómodo, correspondencia económica de lo que los psicólogos llaman ‘codependencia’. El coqueteo comenzó al final del decenio de 1970, cuando China estaba tambaleándose en el período posterior a la ‘revolución cultural’ y los EE. UU. estaban empantanados en una desesperante estanflación. Con su apremiante necesidad de crecimiento económico, los dos países necesitados contrajeron un matrimonio de conveniencia. China se benefició rápidamente de un modelo económico impulsado por la exportación y que dependía decisivamente de los EE. UU. como su mayor fuente de demanda. Los EE. UU. se beneficiaron, al recurrir a China en pos de productos de bajo costo que ayudaran a los consumidores de ingresos limitados a llegar a fin de mes; además, importó el ahorro excedente de China para llenar el hueco de una escasez sin precedentes de ahorro interno, con lo que los EE. UU. propensos al déficit aprovecharon al máximo la voraz sed de valores de su Tesoro por parte de China”.

Como toda relación simbiótica, esos vínculos se volvieron tóxicos, con modelos de crecimiento desequilibrados llevados al extremo. EE. UU. consintió una borrachera de consumo irracional con burbujas de activos y crédito, mientras que China apoyó su extraordinario crecimiento en una creciente importación que dependía en buena parte del consumo estadounidense.

Los costos fueron severos para ambos. En EE. UU., la desaparición de su capacidad manufacturera, la pérdida de empleos y la sujeción de su economía a los altibajos especulativos de la industria financiera. A lo que se sumó un monumental crecimiento de su deuda y déficits históricos de cuenta corriente. En China, la atención de la demanda estadounidense implicó un uso desmedido de recursos y producción de energía, con la consiguiente contaminación y deterioro ambiental, sumado a desequilibrios por acumulación de superávits en una economía todavía de bajo consumo y alto ahorro.

¿Qué sucedió?, ¿por qué China es ahora “el enemigo”?, ¿qué condicionantes han roto aquel matrimonio por conveniencia y ha empujado a la dialéctica de una peligrosa y tóxica guerra fría medio siglo después?

De ambas situaciones, China fue la que logró salir más rápido y airosamente. Gracias a su extraordinaria capacidad de planificación, implementó un giro de su economía hacia el mercado interno con menor dependencia de las exportaciones, abrió el proyecto de la nueva Ruta de la Seda para expandir su red de comercio y de inversiones e inició el proceso de “civilización ecológica” hacia una economía limpia, con una transformación profunda que le ha llevado en pocos años a liderar el campo de las energías alternativas y la producción de autos eléctricos.

EE. UU. quedó sumido, mientras tanto, en las consecuencias de la crisis financiera de 2007-2008, incrementó sus deudas y finalmente optó por el retorno a un “nacionalismo cerril” con la elección de Donald Trump. El resultado fue una nueva etapa aislacionista, una dramática pérdida de tiempo en la lucha contra el cambio climático, una creciente desconfianza de sus aliados en su liderazgo global, el retroceso a un comercio de barreras y aranceles y, lo más grave, la reapertura de una tensión prebélica que la larga etapa globalizadora y multilateralista había logrado debilitar.
¿Qué sucedió?, ¿por qué China es ahora “el enemigo”?, ¿qué condicionantes han roto aquel matrimonio por conveniencia y ha empujado a la dialéctica de una peligrosa y tóxica guerra fría medio siglo después?

Una nueva estrategia

La presidencia de Trump comenzó en enero 2017 y, de manera sorprendente, siete meses después anunció una nueva estrategia de seguridad nacional (ESN) sustituyendo la de 2015 y redefiniendo la dirección estratégica del país con la finalidad expresa de “restablecer la posición de ventaja de los Estados Unidos en el mundo”: America first.

La celeridad en desarrollar una nueva ESN sorprendió porque no tuvo siquiera la coordinación interagencias necesaria. Uno de los principales problemas del equipo de H. R. McMaster, Dina Powell, Nadia Schadlow y Seth Center, que la elaboró, fue el escaso material con que contaron para realizar su trabajo.

Hay que recordar que la transición presidencial fue caótica, poblada de desplazamientos y renuncias. De hecho, Michael T. Fynn duró solo 24 días como nuevo director del Consejo de Seguridad Nacional, lo que constituyó el período más breve en la historia del organismo.

El enfrentamiento del grupo de “halcones” anti-China, como Peter Navarro, director de Política Comercial, Steve Bannon, Robert Lighthizer, Sebastian Gorka, Wilbur Ross y Stephen Miller —partidarios de volver a la política de aranceles altos y a repatriar las cadenas de suministro globales y opuestos a acuerdos comerciales multilaterales como el TLCAN o el Acuerdo de Asociación Transpacífico—, fue feroz y los más moderados Jim Matts, John Kelly y Rex Tillerson, fueron combatidos y desplazados.

En ese contexto, EE. UU. definió su nueva estrategia con el triunfo del sector más proclive a la escalada bélica y a agudizar los conflictos con China y Rusia, países a los que considera “antitéticos con sus intereses y valores”.

La ESN17 plantea tres objetivos centrales para el predominio mundial de EE. UU.: 1. Limitar el poder de Rusia y China; 2. Eliminar aquellas dictaduras que infunden terror y persisten en el uso de armas de destrucción masiva; 3. Combatir el terrorismo yihadista y las organizaciones criminales transnacionales de droga.

Esos objetivos implican tres instrumentaciones: 1. EE. UU. no tolerará más los abusos comerciales crónicos; 2. Para lograr competitividad geopolítica, EE. UU. deberá liderar la investigación, la tecnología y la innovación; 3. Usará su dominio de la energía para garantizar que los mercados internacionales permanezcan abiertos para promover su economía nacional.

Para lograr competitividad geopolítica, EE. UU. deberá liderar la investigación, la tecnología y la innovación. Usará su dominio de la energía para garantizar que los mercados internacionales permanezcan abiertos para promover su economía nacional.

Para conseguirlo considera necesario “preservar la paz a través de la fuerza” y por tanto sus aliados europeos deberán incrementar sus aportaciones a la OTAN.

Como réplica, Emmanuel Macron propuso a sus socios comunitarios “la Europa de la defensa, la disuasión nuclear y el control internacional de armas” como las bases de la estrategia de defensa de los países europeos. Algunos meses antes, su ministro de Economía y hombre de confianza Bruno Le Maire pedía a la UE que pasase “de las palabras a los hechos” y que enfrentara la amenaza de Washington de imponer sanciones a las empresas que comercien con Irán tras la ruptura del acuerdo nuclear.

Le Maire insistía en que Europa debía “preservar su soberanía económica” frente a las sanciones “extraterritoriales” de Washington: “¿Queremos ser los vasallos de EE. UU. que obedecen al menor movimiento de su dedo?”.

Pero aquellas fortalezas se fueron disolviendo. La UE —como tantas veces— mostró posiciones dubitativas, cuando no contradictorias. Mientras que Alemania enfrentaba casi en solitario las presiones estadounidenses por concluir el Nord Stream 2, el gasoducto desarrollado con Rusia, el Parlamento Europeo pedía su paralización.

Solo la firmeza de Angela Merkel, que sostuvo que era un negocio de Alemania en beneficio de sus ciudadanos y separado de los intereses políticos de la UE, logró que el proyecto se concretara. Ante la provisión de una energía que llegará a Europa a un precio mucho menor que el gas licuado que pretendía venderle EE. UU., ¿por qué debía aceptarse el planteo de Washington? Estaba claro: la nueva ESN17 prevé “limitar el poder de China y Rusia y usar su dominio de la energía para garantizar que los mercados internacionales permanezcan abiertos para promover la economía nacional”.

Si bien no consiguió su objetivo principal, con la complicidad de algunos socios europeos (Ucrania, Polonia, Eslovaquia, Letonia, Estonia y Lituania), EE. UU. logró quebrar la unidad europea imponiendo una prórroga de diez años del acuerdo de tránsito de gas entre Rusia y Ucrania, que expiraba en 2024, y una declaración a favor de Navalni, funambulesco personaje de escasa representación política y fuertes tendencias totalitarias.

Los argumentos contra el gasoducto apenas esconden los intereses estadounidenses. Antony Blinken, su nuevo secretario de Estado, declaró que “es una mala idea y un mal acuerdo para Europa, para nosotros, para la alianza, y socava los principios básicos de la UE en términos de seguridad e independencia energética”. Desde EE. UU. parecen no haberse dado cuenta de que no son quienes para opinar sobre negocios ajenos y principios básicos europeos.

Por otra parte, el “mal negocio para Europa” es una falacia. Desde hace años, más de un tercio del consumo total de gas en Europa proviene de Rusia (62%: Alemania, 70%: Austria y casi 40%: Francia o Italia) y el nuevo gasoducto aportará más seguridad en los flujos y mejor precio. Al no pasar por países de tránsito, Alemania accederá a más gas a menor precio. Los derechos de tránsito por Ucrania, Polonia o Eslovaquia, que suponen unos 9.000 millones de dólares anuales, son la causa de que esos países se manifiesten duramente contra el Nord Stream2, pero no lo hacían cuando, durante años, los gasoductos rusos alimentaron sus arcas.

La UE está en plena transición energética y en unas décadas su matriz estará determinada por las energías limpias, esfuerzo que requiere eliminar las centrales eléctricas de carbón y poder contar con combustible barato para hacer la transición y abastecer la producción de hidrógeno verde.

Además, la UE está en plena transición energética y en unas décadas su matriz estará determinada por las energías limpias, esfuerzo que requiere eliminar las centrales eléctricas de carbón y poder contar con combustible barato para hacer la transición y abastecer la producción de hidrógeno verde.

La oposición de EE. UU. al gasoducto muestra el desinterés profundo que su Administración y adláteres europeos tienen respecto de una auténtica lucha contra el cambio climático y sobre el porvenir de una Europa estable y unida.

Que los países del este de la UE y la Eurocámara hayan planteado detener semejante proyecto estratégico con el argumento de un presunto caso de envenenamiento de un opositor ruso suena como un disparate, poco aceptable en un territorio que ha sido y es espiado por su aliado de la Casa Blanca, que le aplica sanciones cuando las empresas europeas no operan bajo los parámetros de su conveniencia, sea en Irán o en el mar Báltico.

El acuerdo UE-China

Con el acuerdo estratégico UE-China ha pasado otro tanto. Tras siete años y 35 rondas de negociaciones, el 31 de diciembre de 2020, la Unión Europea y China llegaban a un acuerdo final sobre el tratado de inversiones (CAI). La propia Comisión Europea señalaba: “Se puede afirmar rotundamente que este es el acuerdo más ambicioso, en cuanto a la apertura de su economía, que ha firmado China con un tercer Estado o grupo de Estados”.

Los avances logrados por la UE para sus intereses económicos eran importantísimos. Pero también lo eran para los intereses económicos globales, ya que introducía acuerdos que significaban cambios decisivos en los vínculos de China con el mundo.

El acuerdo establecía cinco principios básicos: 1. Regulaciones sobre transferencia de tecnología; 2. Nuevas exigencias para la operatoria de las empresas estatales chinas con una mayor transparencia en los subsidios públicos que otorga China a sus empresas; 4. Compromisos —por primera vez— de China sobre la permanencia de la actual apertura de su economía y apuesta por el desarrollo sostenible tanto en el ámbito medioambiental como laboral; 5. Eliminación o reducción de las restricciones cuantitativas, los límites de control de accionariado y las joint ventures en una serie de sectores.

Para esos cinco principios se establecía un mecanismo de resolución de conflictos Estado-Estado que dotaba de estabilidad al tratado en el tiempo.

El CAI significaba la incorporación masiva de empresas europeas al mercado chino, pero, mucho más importante aún, la paulatina convergencia de algunos principios jurídicos chinos en materia de trabajo, medio ambiente, transparencia, igualdad de acceso al mercado y control judicial con los que rigen en la UE.

De hecho, el Gobierno chino asumía ciertas obligaciones sobre sostenibilidad ambiental y derechos laborales, entre las que destaca su compromiso de realizar “esfuerzos continuos y sostenidos” para ratificar el Convenio sobre el trabajo forzoso.

El documento de la Comisión de la UE señalaba que, en el sector manufacturas, el “nivel de ambición de apertura iguala al de la UE” (algo reclamado a China por años) y en servicios aceptaba un mayor acceso a los sectores de finanzas, telecomunicaciones, informática, nubes digitales, transporte marítimo internacional, transporte aéreo, salud, investigación conjunta, etc.

El acuerdo representaba un paso decisivo para lo que Mark Leonard —un relevante pensador británico, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores— planteaba en 2005 cuando anticipaba que Europa podría no quedar atrapada en la maraña burocrática, sino dar forma a un orden mundial diferente, a través de un soft power de valores y principios, que convertiría en fuerza su debilidad de origen (Por qué Europa liderará el siglo XXI, Taurus, 2005). Ello facilitaría el tránsito de China hacia mayores niveles de valores compartidos.

El acuerdo de inversiones chino-europeo llegaba además en un momento decisivo. Un mes antes se había firmado la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), un proyecto de integración regional asiática de un territorio que produce el 30% del PIB global, el 27,4% del comercio mundial y un mercado de más de 2.200 millones de personas. En el RCEP confluyen los diez países de la ASEAN (Indonesia, Filipinas, Malasia, Singapur, Tailandia, Vietnam, Brunéi Darusalam, Camboya, Laos y Myanmar), más China, Corea del Sur, Japón, Australia y Nueva Zelanda.

Ello facilitaba a las empresas europeas el acceso a ese enorme mercado a través de China y consolidaba otra vez el camino del multilateralismo y la globalización tras los nocivos años del dislate trumpiano.

Pese a significar un éxito para la industria europea y para los derechos humanos —punto central de los históricos “reclamos de Occidente”—, el nuevo tratado tuvo objeciones. “La reacción en Estados Unidos —dice Rodrik en su artículo ‘La maniobra europea con China— abarcó desde desilusión hasta una rotunda hostilidad. Para los defensores de una línea dura con China, incluidos los funcionarios del Gobierno saliente de Donald Trump, la decisión da la sensación de que Europa se ha doblegado ante el poder económico de China y ha concedido a Pekín un importante triunfo diplomático”.

La sorpresa, como señala el prestigioso economista, profesor de Política Económica Internacional en la Universidad de Harvard y considerado uno de los cien economistas más influyentes del mundo, es que “también hubo muchos moderados, entre los que se cuenta Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional designado por el presidente electo, Joe Biden, que se mostraron consternados. El Gobierno entrante de Biden hubiera preferido lograr un acuerdo económico con Europa primero, para presentar un frente común contra China”. Es decir: arriesgar un avance histórico para someterlo a los intereses circunstanciales de Washington.

Europa, que —tras siete años de negociación— había construido con China esa opción estratégica que era garantía de paz y equilibrio mundial, cedió a la nueva estrategia de seguridad nacional de EE. UU., que responde al peor rasgo cultural y político de ese país: un hegemonismo desaforado que solo comprende el mundo en el esquema primitivo de “amigo-enemigo”. Hegemonismo construido bajo una doble moral hipócrita que cuestiona con rigor y violencia las mismas conductas que ejecuta en nombre de la “democracia y la libertad” cuando no responden a sus intereses.

La lista de ejemplos sería interminable, pero sorprende la facilidad con que ciertos líderes occidentales y ciertos medios “compran” esa dualidad hipócrita y la avalan.

El acuerdo respondía a la estrategia europea hacia China, que identifica al gigante asiático como un socio, un competidor, pero no un enemigo. Lo que coincidía con la ESN15. Europa tuvo en sus manos —aún la tiene— la oportunidad histórica de contribuir a reducir las asimetrías económicas con China, de que ese país avance en la ratificación de los convenios de la OIT y de consolidar entre ambas potencias mayores niveles de confianza y colaboración en un momento en que la humanidad enfrenta el dramático desafío del cambio climático, que requiere extraordinarias decisiones de cooperación.

Como explica Dani Rodrik, “no debemos juzgar el acuerdo de inversiones UE-China por su capacidad para permitir que Europa exporte su sistema y sus valores, sino por las oportunidades que ofrece a Europa para seguir siendo fiel a sí misma”. Es lo que hoy está en juego.

Como explica Dani Rodrik, “no debemos juzgar el acuerdo de inversiones UE-China por su capacidad para permitir que Europa exporte su sistema y sus valores, sino por las oportunidades que ofrece a Europa para seguir siendo fiel a sí misma”. Es lo que hoy está en juego.

Pandemia y cadenas de valor

En la última década y media del siglo XX, el comercio internacional tuvo una extraordinaria expansión. Las innovaciones tecnológicas en TIC y transporte, más la reducción de restricciones a los intercambios comerciales, propiciaron una nueva concepción de la producción: fragmentada en múltiples parcelas que se desarrollan en los territorios de mejores condiciones de eficiencia, calidad y precio.

El incremento de las cadenas globales de valor permitió una intervención más activa de los países en desarrollo, lo que significó su rápido crecimiento y la disminución notable de la pobreza global. El ejemplo más claro ha sido China y muchas economías emergentes, que han conseguido por esta vía incorporarse a los mercados mundiales y lograr notables tasas de crecimiento económico.

Las cadenas globales de valor han desempeñado, por tanto, un papel decisivo en el desarrollo de la progresiva integración de la economía mundial o globalización. EE. UU., en la búsqueda de reducir sus costes de producción, aumentar su competitividad y anabolizar su consumo interno, aprovechó la situación para un cambio estratégico de su economía: deslocalizó su manufactura y centró su actividad en los negocios financieros y las materias primas.

El resultado fue catastrófico: redujo su significación en la economía global a la mitad (del 36% al 19%), acumuló una deuda pública galopante, provocó el crecimiento de China, que se convirtió en su principal proveedor, desbocó su consumo interno y, finalmente, vio cómo su estructura financiera se resquebrajaba en 2007-2008, teniendo que salir al rescate de sus bancos en un proceso que aún no ha terminado.

El primer impacto fue una desaceleración del comercio y de las inversiones, lo que generó tensiones y un estancamiento en la economía global que despertó cuestionamientos al proceso globalizador que había traído un extraordinario crecimiento y una inusual época de paz y convergencia.

A medida que esa tendencia se acentuaba, reaparecieron brotes de un nacionalismo retrógrado de triste memoria para la humanidad y culpable de grandes tragedias colectivas. Esos brotes se acentuaron en EE. UU. y Europa, y pusieron en debate los equilibrios comerciales y el propio modelo de producción transfronteriza de las cadenas globales de valor, que había sido exitoso.

El “brote nacionalista” tuvo su eclosión en EE. UU. con la irrupción de Donald Trump; lo más parecido a un elefante en un bazar. Su America first, pleno de voluntarismo e ignorancia, buscó el compulsivo retorno de la actividad a sus lugares de origen, sin advertir los riesgos que podía acarrear una restricción en la integración de la economía mundial.

La liberalización comercial, que había permitido —gracias a los avances tecnológicos— fragmentar los procesos de producción y multiplicar los beneficios, fue brutalmente interrumpida por las remanidas tendencias proteccionistas de EE. UU.

La liberalización comercial, que había permitido —gracias a los avances tecnológicos— fragmentar los procesos de producción y multiplicar los beneficios, fue brutalmente interrumpida por las remanidas tendencias proteccionistas de EE. UU., que no dudó en aumentar, con una escalada arancelaria, las tensiones comerciales no solo con China, sino con sus aliados europeos y algunos países “amigos”, como Japón, Corea del Sur, Australia, Brasil, etc.

El daño impactó sobre la economía global, pero sin el menor beneficio para EE. UU. De hecho, pese a un cúmulo de decisiones y subsidios gubernamentales, las grandes empresas no retornaron a su origen y, ante la agudización de la “guerra comercial” con China propiciada por Trump, se mudaron a algún otro país asiático que les permitiera mantener las ventajas (Tailandia, Vietnam, Indonesia, etc.).

Ese proceso, de algún modo, ya estaba en marcha en cuanto a la búsqueda de menores costes de producción, ya que el rápido crecimiento económico en China y el nivel de ingresos de sus trabajadores habían reducido el diferencial de costes salariales que había propiciado la deslocalización.

Pero lo que no midió Trump es el otro factor decisivo en las cadenas globales de valor en relación con China: su actual eficiencia y desarrollo tecnológico y su capacidad de entregar grandes volúmenes de productos con requerimientos específicos en un corto plazo no es fácilmente reemplazable.

A los asesores de Trump les sorprendió tardíamente ver que el déficit de la balanza comercial con China no solo se mantenía, sino que se acrecentaba —algo que habían anticipado los más importantes economistas de EE. UU.—. Consideró entonces que la génesis del desarrollo chino estaba en las cadenas globales de valor, en la dependencia que ello provocaba y en el dominio creciente de Beijing sobre esas cadenas.

Como suele suceder con los líderes estadounidenses, la evaluación de sus propios errores de rumbo no existió. En cambio, prosperó, como de costumbre, la “búsqueda del culpable” por parte del sheriff. Washington dejó de considerar a China como un socio/competidor (ESN 2015) y lo declaró “el principal enemigo” (ESN 2017).

Entonces avanzó en dos nuevos escalones bélicos en su “guerra comercial”. 1: Atacar la capacidad tecnológica de China buscando algún eslabón débil de su abastecimiento (semiconductores); 2. Desarrollar una campaña de “demonización de China” aprovechando la pandemia y sus efectos sobre las cadenas globales de valor.

La concentrada producción de chips ya era un problema detectado para las cadenas de suministro de la globalización. Pero la llegada de la pandemia y la multiplicación del teletrabajo pusieron de relieve la fragilidad del sistema. Las previsiones de 2020, que eran de un 7% de incremento de la demanda, fueron casi el doble pese a la retracción mundial.

Las sanciones de EE. UU. a empresas proveedoras de China no hicieron más que agravar la situación y poner en claro que cualquier tensión geopolítica o alteración climática en Taiwán —productor clave— podrían desatar un colapso en la producción global. Taiwán afronta crecientes problemas militares (con China) y climáticos (escasez de agua, imprescindible en esta industria, y altas temperaturas que provocan apagones en sus fábricas).

El tema merece un capítulo aparte por su complejidad y trascendencia, pero recordemos que se trata de una industria de gran conocimiento que implica recursos humanos muy específicos, altas inversiones (entre 5.000 y 20.000 millones de dólares) y tiempo (de 2 a 5 años) para poder abrir nuevas instalaciones.

La cadena de suministro es compleja en la industria de los chips y sus productos cruzan una y otra vez las fronteras. EE. UU. aprovechó esa fragilidad para jaquear la producción china y consolidar su argumento antiglobalización del “retorno a casa”. Reforzó su ataque con sanciones y todo tipo de dificultades a empresas como Huawei, ZTE, etc. Y remató su jugada con la acusación de que la globalización solo beneficia a China, a quien acusa de no poder atender en tiempo y forma los pedidos ni las provisiones necesarias para la industria global ni la crisis sanitaria.

Un cúmulo de argumentos hipócritas del país que creía que viviría del sudor chino barato por siglos, que el dólar como reserva de valor y moneda hegemónica le garantizaba el dominio y que su papel como líder de la innovación mundial estaba asegurada.

Según los expertos, la crisis de los semiconductores ha empujado a China al objetivo de fabricar en 2025 un 70% de los chips que utiliza y, a lo largo de esta década, el 40% de la nueva capacidad global.

Según los expertos, la crisis de los semiconductores ha empujado a China al objetivo de fabricar en 2025 un 70% de los chips que utiliza y, a lo largo de esta década, el 40% de la nueva capacidad global, en el marco del Made in China 2025, para lo que invertirá 150.000 millones de dólares.

EE. UU., por su parte, se propone un plan de 50.000 millones de dólares y ofrece incentivos a los taiwaneses de TSM para instalar una planta en Arizona por valor de 12.000 millones, y otras dos de Samsung e Intel, mientras acusa a China de tener “planes agresivos para reorientar y dominar la cadena de suministro de los semiconductores”.

Como corolario, logra publicidad en el nacionalismo ignorante sobre la incapacidad de la globalización para proveer todo lo que se necesita en tiempo récord, poniendo en cuestión uno de los más importantes logros culturales recientes de la humanidad: “Todos pertenecemos a una casa común y nos necesitamos”.

Otro aprovechamiento publicitario de la pandemia y sus efectos sobre las cadenas globales de valor es la interpretación del cierre del puerto de Ningbo-Zhoushan y la terminal clave de Meishan como una maniobra “maligna” de China para complicar el comercio mundial. La realidad es que se trata de un cierre obligado por el severo protocolo que China estableció ante el coronavirus, que puso a salvo al país de las dramáticas consecuencias sufridas en países que “jugaron”, por incapacidad de gestión, al “cierro-abro”, lo que supuso miles de muertos.

Pero algunos titulares en Occidente no se privaron de anunciar: “China cierra un puerto clave y pone de nuevo en jaque el comercio mundial”. Reuters puso el acento en que era “la segunda vez en el año” que suspendía las operaciones en uno de sus puertos clave y destacó que había cuarenta barcos contenedores esperando: “Con los buques siendo redirigidos, los puertos en Shanghái están afrontando un empeoramiento de la congestión, lo que amenaza con elevar las tasas de envíos contenedores, que recientemente alcanzaron récords históricos de 20.000 dólares por cada contenedor de 40 pies”. Bloomberg advertía que el puerto de Los Ángeles podría sufrir otra caída de sus volúmenes por el confinamiento de Ningbo.

En Link Securities recuerdan que la actividad de tifones paralizó el puerto de Yantian el pasado mes, y que esto podría agregar más tensión a las cadenas globales de suministro y a los costes de los inputs y complicar la temporada de compras navideñas. La preocupación parece no ser salvar vidas humanas ni evitar que la pandemia se propague, sino que los negocios no se vean afectados. Quizá habría que recordarles que, si hubiéramos prestado atención a la contaminación de los combustibles fósiles, habríamos reducidos los riesgos de alteraciones climáticas y pandemias, como señala Naciones Unidas. O sugerirles consultar a una voz destacada del mundo de los negocios, como Larry Fink, el CEO de BlackRock, que advirtió hace tiempo desde Davos que había que cambiar el rumbo. Ahora la preocupación es llegar a tiempo para Navidad…

¿Hacia un nuevo sistema?

Un sistema económico mundial integrado ha demostrado aportar enormes beneficios en participación de países emergentes, expansión tecnológica, aumento del empleo y combate a la pobreza. Pero también supone grandes riesgos debido a la interdependencia de los mercados y a los cuellos de botella del abastecimiento global en tiempo y forma.

La pandemia ha dado muestras abrumadoras de las ventajas y los inconvenientes de la integración. Innumerables gestos de una solidaridad global sorprendente e inusual, pero, a la vez, limitaciones en el desplazamiento de las personas, disminución de sus ingresos, pérdida de empleos, caída global del comercio y retracción de la economía mundial.

De hecho, en 2020, los pedidos internacionales de manufacturas sufrieron la mayor caída en más de diez años. Aunque China primero y luego otras naciones retomaron sus niveles de actividad, la retracción del consumo en EE. UU. y Europa, además de una demanda mundial muy debilitada, hacen dificultosa la recuperación.

Uno de los peores logros del planteo de EE. UU. que expresa la ESN 2017 es haber potenciado ciertas tendencias preexistentes contra el nivel de interdependencia productiva y comercial logrado por la globalización, en particular entre las principales economías mundiales, poniendo en entredicho la cooperación internacional y el multilateralismo.

El ascenso de China hacia el podio de la influencia mundial es el punto no negociable para unos EE. UU. que parecen no entender lo irreversible de su desplazamiento del rol hegemónico global. Menos entendible es la reacción de la UE, plegándose a ese planteo, cuando tiene un papel manifiesto y decisivo para el futuro de la humanidad como factor equilibrante y de conciliación mundial.

La pandemia de la COVID-19 es un punto de inflexión que seguramente marcará en la historia el inicio del siglo asiático, que podría ser realmente —si la UE recuperara su luminosidad de origen—el siglo euroasiático.

La pandemia de la COVID-19 es un punto de inflexión que seguramente marcará en la historia el inicio del siglo asiático, que podría ser realmente —si la UE recuperara su luminosidad de origen—el siglo euroasiático.

La actual situación abre una serie de interrogantes de cuya respuesta depende el rumbo de la economía y nuestro destino global: ¿es inevitable una colisión bélica? ¿Es posible consolidar una nueva globalización tras la pandemia? ¿La dependencia productiva con China solo puede resolverse por la vía del conflicto? ¿La producción nacional/regional puede sustituir las cadenas globales de valor?

Para algunos analistas, nos encaminamos hacia una reconfiguración de las relaciones económicas con transformaciones profundas, en la que predominará la tendencia a intercambios de mayor proximidad, con cadenas de valor más controlables y un mayor encarecimiento de productos y servicios.

Pareciera ser una interpretación apta a corto o medio plazo. La tendencia a reducir costos y ampliar beneficios llevará, a largo plazo, al proceso inevitable de una nueva globalización. La integración mundial es una potente corriente de la historia que arrasará las barreras que se quieran levantar. La lucha contra el cambio climático va en esa misma dirección. Las mejoras “limpias” en el transporte marítimo —ya en curso— volverán a facilitar los desplazamientos de productos a larga distancia y la integración global.

Por otra parte, la Asociación Económica Integral Regional (RCEP) parece tener suficiente magnitud como para sostener un comercio mundial suficiente fuera de Occidente. Y la alianza ruso-china otorga un poder disuasorio significativo para evitar una colisión frontal.

En el “mientras tanto” seremos testigos de una campaña de desgaste y demonización hacia China y de escarceos bélicos, como los que la OTAN desarrolla en la frontera rusoucraniana.

Hace menos de veinte años, China constituía el 4% de la producción global. En 2020 superó el 17% (más de cuatro veces aquel porcentaje). Como recuerda Ning Jizhe, director de la Oficina Nacional de Estadísticas: “En los últimos veinte años, nuestro PIB se ha multiplicado por diez, y esperamos que suponga el 17% del total mundial en 2021 por segundo año consecutivo”.

El problema reside en quienes permanecen “configurados” en el orden internacional del siglo pasado, liderado por empresas estadounidenses y europeas en todo el mundo, para quienes Asia —a excepción de Japón— era un proveedor de productos de bajo valor agregado provenientes de mano de obra intensiva y barata.

Ese mundo ya no existe. Hay quienes se resisten a verlo y creen que es posible hacer retroceder el reloj de la historia. Los tiempos han cambiado. China es la segunda potencia mundial, el mayor receptor de inversión extranjera directa y líder en la tecnología digital global y en sectores intensivos en conocimiento y adaptación al cambio climático, como energías renovables, movilidad eléctrica, etc. Su capacidad explosiva de producción, de desarrollo tecnológico para instrumentar nuevos sistemas de distribución y recursos financieros abundantes, posibilitan nuevos cauces al comercio global.

Ante el acoso de Trump, que prolonga Biden, China comenzó en 2018 tres movimientos convergentes para fortalecerse: 1. Apertura hacia su mercado interno (que le otorga un amplio espacio temporal para reducir su dependencia de las exportaciones); 2. Proceso de liberalización de sectores industriales para mejorar su competitividad (que es el núcleo del CAI, que la Eurocámara ha puesto en un lamentable freezer, sin entender que el futuro de la economía mundial pasa por ahí); 3. Creación de un ecosistema económico regional en Asia (que ya se venía gestando por la propia dinámica de la región, que se manifiesta en el RCEP y en la consolidación de la nueva Ruta de la Seda).

Los tres movimientos tienen el mismo rumbo: apuntan a una nueva globalización productiva con características chinas, entendiendo que los desafíos del presente y el futuro inmediato pasan por establecer nuevas estrategias asociativas de especialización, diversidad, adaptación y resiliencia.

La campaña de demonización

Ese camino es imparable y será necesario convivir con China. Por eso sorprende la ceguera de una parte de la UE al no advertir la trascendencia global de un acuerdo de semejante magnitud con la segunda economía mundial. Cuando apenas cuatro meses después del acuerdo, en mayo, la Eurocámara decidió paralizar la aprobación del Tratado sine die, quedaron manifiestas las dificultades europeas para definir sus estrategias básicas y alcanzar niveles de decisión soberana fuera de los intereses de EE. UU.

Reinhard Bütikofer y un grupo de eurodiputados se plegaron a la retórica de Washington de “demonizar a China”, como ha reflejado la prensa occidental sin demasiado rigor informativo y con expresiones propias de la Guerra Fría.

¿Cuál fue el pretexto? Reinhard Bütikofer, presidente del Grupo de Trabajo sobre China del Parlamento Europeo, y un grupo de eurodiputados se plegaron a la retórica de Washington de “demonizar a China”, como ha reflejado la prensa occidental sin demasiado rigor informativo y con expresiones propias de la Guerra Fría.

Las críticas tomaron posición a favor de las manifestaciones en Hong Kong en contra de la acción policial con cuestionamientos a la ley sobre seguridad nacional que Beijing estableció allí y a presuntos “trabajos forzados” que estaría aplicando el Gobierno chino a la minoría musulmana uigur en el noroeste del país, incluida la persecución religiosa.

Con una retórica exaltada de “dictadura comunista”, propia de los peores momentos del macartismo estadounidense de mediados del siglo pasado, los eurodiputados parecen haber olvidado cómo les caería que los dirigentes chinos cuestionaran la represión policial a los “chalecos amarillos”, la represión y el encarcelamiento de los ilegales intentos separatistas en Cataluña o las medidas retrógradas y antidemocráticas de los Gobiernos europeos de Hungría y Polonia.

Se levantaría el reclamo de “asuntos internos de la UE”, y tendrían razón. Desde hace siglos, falta en Occidente un ejercicio de apertura mental para comprender que hay otras culturas, otros sistemas, otras soluciones para los problemas humanos y que la teoría de una única verdad es profundamente totalitaria.

Sigmund Freud decía que “las multitudes jamás han conocido la sed de la verdad. Exigen ilusiones sin las cuales no pueden vivir”. Esta revista se llama Marco precisamente en homenaje a Marco Polo, uno de los adelantados en intentar comprender la cultura asiática y considerar que el comercio es un instrumento sabio para generar ese conocimiento y respeto por las diferencias.

La interpretación de “trabajos forzados” en centros de formación y reeducación en Xinjiang impulsada por los “halcones” de EE. UU., y replicado con fervor por la mayoría de sus medios y lobistas, adolece de un sesgo brutal.

Los uigures, un pueblo de herencia túrquica, de tradición sedentaria y de religión musulmana sunní son una de las diez etnias de mayoría musulmana que integran la población de China. Tienen muchos elementos culturales de Asia central y de Medio Oriente. Es una de las nacionalidades reconocidas en la constitución de China y su lengua es uno de los idiomas oficiales del país, por lo que se enseña en los centros educativos. Las publicaciones y los programas televisivos en lengua uigur son numerosos y sus costumbres, vestidos y celebraciones se pueden ver por toda China.

Región pobre y muy postergada dentro del desarrollo de China, hay un sector de los uigures que busca independizarse para crear un Estado islámico. Dentro de ese sector minoritario —la mayoría reconoce que los avances notables del país se están extendiendo a su región—, un grupo muy reducido apuesta por la lucha armada y la actividad terrorista, mantiene vínculos con el yihadismo y los talibanes de Afganistán y ha provocado cientos de víctimas con atentados y entrenamientos (incluso de niños) para la guerra.

La prensa occidental que ahora machaca cada día con la represión a los uigures no suele recordar el rechazo de los líderes políticos de EE. UU. a esta minoría de China. Tras el atentado del 11-S, EE. UU. encarceló en Guantánamo a 22 personas de esa etnia por su relación con Al Qaeda que habían recibido entrenamiento militar en Afganistán, donde se escondía Osama bin Laden. Una guerra que ya acumula más de 130.000 muertos y que se desarrolla en un territorio que hace frontera con la región autónoma uigur.

Quizá el Gobierno chino no reacciona muy distinto a como lo hacen EE. UU. o Europa ante la amenaza terrorista. Basta recordar las prohibiciones de acceso a EE. UU. establecidas por Trump para los provenientes de varios países islámicos o la paranoia —tras las Torres Gemelas— cuando los bibliotecarios debían denunciar al FBI a los lectores del Corán o de bibliografía sospechosa.

O la propia reacción de los Gobiernos europeos en la “crisis de los refugiados” tratando de cerrar sus fronteras a cal y canto por miedo a un aluvión de terroristas, aunque ello supusiera la pérdida de vidas inocentes en el Mediterráneo.

La campaña contra los centros de reeducación de China, a la que se adhieren los eurodiputados, se inicia con una denuncia de Naciones Unidas a instancia de EE. UU., que solo firman 22 países occidentales y ninguno de mayoría musulmana. Es decir, que quienes firmaron son países de herencia cristiana, algunos de los cuales han participado en guerras contra países de mayoría musulmana.

Lo curioso y no señalado por la prensa occidental con el mismo entusiasmo es que 37 países con población musulmana (entre ellos, Argelia, Bahréin, Egipto, Pakistán, Arabia Saudí, Siria, Tayikistán y Turkmenistán, etc.) expresaron su apoyo a los centros de reeducación de China. ¿Cómo se explica que apoyen “campos de concentración” presuntamente islamófobos países que son de mayoría musulmana?

O será que esos países conocen el riesgo y la virulencia del fenómeno yihadista y entienden la doble importancia de educar acerca de esos riesgos y a la vez capacitar laboralmente para permitir una mejoría de los ingresos de la población. Pero de esa mirada no hay registro en los medios prooccidentales.

La propaganda estadounidense presenta así el programa chino de capacitación y reeducación: “Un impresionante nuevo informe —dice Democracy Now— reveló que las autoridades chinas están obligando de manera sistemática a los musulmanes, en gran medida uigures y kazajos, a participar en programas de trabajo destinados a proveer mano de obra barata y flexible a las fábricas chinas. Existe un vasto programa mediante el cual se presiona a los campesinos, aldeanos y pequeños comerciantes pobres de la zona a participar en cursos de capacitación que suelen durar meses y luego los mandan a trabajar en fábricas por bajos salarios” (¡sic!).

Cuando se le consulta al hombre de la calle en China sin vinculación con el Gobierno, recuerda que antes era común que los uigures pobres fueran a buscar trabajo a miles de kilómetros de sus hogares y en precarias condiciones y que ahora, entre las mejoras económicas en la región y las capacitaciones, han mejorado su acceso al mundo laboral regular.

Hay que recordar que los supuestos campos de concentración de China están en una “frontera caliente”. Un programa de formación y reeducación puede ser comprensible si no hay internamiento compulsivo. Y la realidad es que no lo hay, tal y como lo refleja un reportaje de la BBC, que se le autorizó a entrar a uno de ellos.

Hay que recordar además que los supuestos campos de concentración de China están en una “frontera caliente”. Un programa de formación y reeducación puede ser comprensible si no hay internamiento compulsivo. Y la realidad es que no lo hay, tal y como lo refleja un reportaje de la BBC, que se le autorizó a entrar a uno de ellos.

A los estudiantes —presuntos prisioneros— se los ve salir rumbo a sus casas al final de la jornada. ¿Campos de concentración? Creo que hacemos un enorme daño cultural al consentir el bastardeo de tres palabras que reflejan lo peor de la humanidad. Y compararlos con Dachau, Mauthausen, Auschwitz y otros infiernos de tortura, inanición, trabajo esclavo y asesinatos es inadmisible y profundamente irrespetuoso para las víctimas de esos campos.

Para muchos occidentales, el régimen en los centros educativos (institutos y universidades), que suele ser de internado, parece casi “carcelario”. Los estudiantes se despiertan a las 6:30 para iniciar la actividad a las 7:00. Se come y duerme siesta en el centro de estudios y la actividad concluye entre las 21:30 y las 22:00. Solo en algunos lugares, los que viven en las cercanías pueden retornar a sus casas, y los que permanecen comparten habitaciones entre cinco y siete personas, no siempre en las mejores condiciones de higiene. Los estudiantes no pueden tener noviazgos, control que se relaja en la etapa universitaria.

Desde Occidente se pinta estos programas como una forma de lavado de cerebro, pero no se reproducen la infinidad de vídeos y reportajes de personas que en China dicen que están “muy satisfechas con lo aprendido”, ya que ahora cuentan con un oficio y la posibilidad de alcanzar mejores condiciones para sus familias.

Ni los testimonios de mujeres uigures, que, de esta forma, han logrado el apoyo y las herramientas para incorporarse al mercado laboral, algo que en ciertas sociedades musulmanas está censurado. Otro elemento no considerado es que en ciertas minorías, como la de los uigures, no se valora la educación con el mismo rigor con que lo hace la etnia han (mayoritaria en China) y, por tanto, las familias no presionan a sus hijos para que estudien y mucho menos a sus hijas.

Pero la campaña de demonización china está lanzada sin pudor como parte de un planteo bélico de largo aliento. Por eso no se otorga credibilidad a la información del Gobierno chino de que la mayoría de los centros de reeducación cumplieron su programa y han cerrado. “Lo que interesa es que el mundo siga creyendo que en China hay millones de personas en campos de concentración como los de los nazis” (Telletxea).

Una imagen de papel

La prensa mundial revela fragilidades propias del papel en sus análisis y conceptualizaciones sobre China. Repasemos qué relato se está “construyendo” y volvamos para ello a Stephen Roach. No solo por ser una de las voces más serias y de mayor conocimiento de la realidad del gigante asiático tras muchos años de vida profesional allí, sino como artífice de buena parte de los vínculos positivos que ambas potencias habían logrado desarrollar.

Los argumentos contra China están llenos de teorías de conspiración. En agosto de 2020, Stephen Roach reveló en la CNN que cuatro funcionarios del Gobierno de EE. UU. habían publicado una serie de artículos cuidadosamente planeados contra China con argumentos conspirativos y no basados en hechos.

Roach sostiene que los argumentos contra China están llenos de teorías de conspiración. En agosto de 2020, reveló en la CNN que cuatro funcionarios del Gobierno de EE. UU. —el propio secretario de Estado, Mike Pompeo; el asesor de Seguridad Nacional, Robert O’Brien; el director del FBI, Christopher Wray, y el fiscal general, William Barr— habían publicado una serie de artículos cuidadosamente planeados contra China con argumentos conspirativos y no basados en hechos.

El prestigioso economista, profesor en Yale, destacó además las carencias de los cuatro funcionarios en economía: “Habrían fallado en la mayoría de los cursos introductorios de economía, porque no solo no entienden cómo el déficit comercial coincide con el problema de ahorro de la economía estadounidense, sino que también ignoran el punto más importante cuando se discuten cuestiones económicas y comerciales entre China y EE. UU.: el déficit comercial entre ambos es solo parte del déficit comercial entre EE. UU. y 102 países”.

Roach cree que el proceso de demonizar a China tiene su fundamento en problemas internos de la política estadounidense. Y destaca la intención de culpar a China por la epidemia de la COVID-19 acusando al Gobierno chino de encubrir una filtración de Wuhan e insistiendo en llamarlo el “virus chino”.

Hay que recordar que operaciones similares han sido habituales en la estrategia de confrontación de EE. UU. con sus “enemigos”, para lo que ha contado siempre con un aceitado aparato de prensa atento a sus movimientos.

Un ejemplo reciente y nimio muestra esa “curiosa afinidad”. Durante los pasados Juegos de Tokyo, mientras China lideraba el medallero olímpico según el conteo oficial del COI, algunos medios occidentales “inventaron” una nueva forma de contabilizar los éxitos sumando todo tipo de preseas y no las de oro como es histórico en las olimpíadas. De ese modo, EE. UU. aparecía como el triunfador cuando la realidad es que China lideraba el medallero. Semejante estupidez llevó al periodista Ben Graham de Fox Sports Australia a denunciar “la extraña forma en que EE. UU. está manipulando el medallero de Tokyo”.

Las acusaciones hacia China de las que se ha hecho eco la prensa occidental son múltiples. En una de esas acusaciones, Democracy Now destaca que el Gobierno chino monitorea a los residentes de Xinjiang obteniendo una enorme base de datos que recopila millones de mensajes de texto, contactos telefónicos y registros de llamadas, así como datos biométricos, etc. Es decir, lo que hacen Google, Facebook y muchos otros. Pero en Occidente nos empeñamos en ver la paja en el ojo ajeno.

Antonio Broto, periodista de la Agencia EFE de España, que trabajó en la capital china durante más de quince años, comparte que los medios occidentales presentan una visión distorsionada de la realidad china. Ante las noticias de un sistema de crédito social para controlar cada uno de los movimientos de la población por parte del Gobierno, señala que China está lejos de convertirse en una distopía futurista: “No creo que vaya a ser un Black Mirror, más bien será algo similar a las listas negras de turistas maleducados que se comenzaron a elaborar hace unos años, o a la lista de morosos que hay en España. No creo que el Gobierno chino vaya a controlar cada aspecto de la vida de sus 1.400 millones de ciudadanos. Es cierto que con el big data es más fácil hacerlo, pero en ese sentido le tengo más miedo a Google o Facebook”.

Es lo mismo que sostiene el arquitecto español Martín Puñal, residente en Shanghái, que piensa que el “sistema de crédito social chino”, tal como se cuenta en Occidente, es una fabulación: “El sistema de crédito social no existe. Yo vivo en China, mi pareja es de aquí, y no conozco a nadie que lo tenga”.

La realidad es que se trata de un sistema de puntos como existe en numerosos países occidentales y que al vincularse al sistema de crédito de Alipay a muchos ciudadanos chinos se les puede bloquear el acceso a billetes de avión o de tren porque Alibaba no confía en su solvencia.

“Lo que todos tenemos —explica el arquitecto español— es el Zhima Credit de Alipay, que otorga una cifra que te califica dentro de la aplicación en relación con tu historial de compras. Si no has pagado algún servicio, el sistema te califica como moroso y pierdes puntos, y llega un momento en el que no te deja hacer más compras hasta que no saldes tus deudas”. Es un sistema que la población china percibe como justo, ya que limita la morosidad de los bancos, que fue un antiguo problema del sistema bancario chino.

En otro “informe” se denuncia que las autoridades chinas irrumpen en hogares y encarcelan a familias con tres hijos o más y amenazan a las personas con encarcelamiento para coaccionarlas a someterse a medidas de control poblacional, lo que provocó que las tasas de natalidad descendieran en Xinjiang en una cuarta parte. La realidad es lo contrario. El Gobierno chino está tan preocupado por el bajo índice reproductivo de sus ciudadanos que, tras años de limitación a un solo hijo, ahora recomienda tener dos o más hijos, ya que prevé un pronunciado descenso de población en las próximas décadas que constituye uno de los principales problemas del país.

Javier Telletxea Gago, doctor en Sociología y profesor de la Universidad de Zhejiang, es un español que vive en China desde hace quince años. Tiene una activa presencia en Youtube con análisis y noticias cotidianas de China junto con Lele, su mujer china, y recuerda que “la región uigur es una zona de vital importancia para la nueva Ruta de la Seda, un proyecto con el que China pretende unir Eurasia a través de una red de comercio e infraestructura. China es ya la fábrica del mundo y, como es natural, quiere que sus productos lleguen a todas partes. Y para eso se necesitan carreteras, autopistas y vías de tren. Y, por mucho que algunos os quieran asustar al respecto, la verdad es que China no tiene el poderío militar o cultural necesario para competir con EE. UU. de imperio a imperio. Pero el auge industrial, científico y tecnológico de China, y sus posibilidades de convertirse en la primera potencia económica del mundo, hacen que parte de las élites de EE. UU. se pongan muy nerviosas con el gigante asiático. Y algunos parecen dispuestos a hacer lo que sea con tal de contener ese auge, por lo que no dudan en utilizar los medios de comunicación para empeorar la imagen de China”.

Otro de los argumentos de demonización es la persecución religiosa. Entre la multitud de diferencias políticas, económicas, sociales y culturales que China tiene con los países occidentales, la presencia de la religión es una de las más incomprendidas.

Otro de los argumentos de demonización es la persecución religiosa. Entre la multitud de diferencias políticas, económicas, sociales y culturales que China tiene con los países occidentales, la presencia de la religión es una de las más incomprendidas. Para un Occidente bajo el poder omnímodo de la Iglesia entre el Renacimiento y el siglo XVIII, el descubrimiento de una sociedad muy bien organizada como la china, que funcionaba sin una religión trascendente, fue traumático.

El criterio de “evangelización” como tarea de “llevar la verdad” a los que no la conocen —que hoy imprime lo más profundo de la realidad política y social de EE. UU.— no puede traspasar en China las fronteras de lo privado. Mientras que en el entorno cristiano y también para las sociedades de mayoría islámica no participar en los actos religiosos o negar las creencias puede ser muy cuestionable, y en algunas situaciones causa de descrédito social o persecución, en China la religión no tiene un peso tan significativo, al menos no como un “corpus” doctrinario y está más vinculada a tradiciones culturales o costumbres.

Como manifiesta Telletxea, ninguna religión está prohibida en China, pero su ejercicio no puede salir del ámbito privado ni hacer proselitismo: “Puedes creer y practicar el credo que elijas, pero en privado o en los espacios o templos autorizados para ello”.

Para líderes como los de EE. UU., que recitan versículos de la Biblia en sus campañas electorales y creen en “una sola verdad” —como también sucede con dirigentes musulmanes o judíos—, la colisión cultural está asegurada. En este aspecto, cierto laicismo ciudadano de Europa tiene la oportunidad de operar como puente entre culturas.

Por eso es comprensible que en los centros de reeducación uigur hayan reducido las horas dedicadas a la oración. Pero determinadas “iglesias” no toleran esos límites, acostumbradas a tener una enorme influencia en la vida cotidiana de sus países.

China es un país con una milenaria tradición secular, absolutamente distante de la herencia cristiana o islámica. Y así como en algunos países cristianos (y aún más en los islámicos) se defiende a capa y espada la continuidad de su poder por razones históricas, China hace exactamente lo mismo con su secularismo.

El interés de Xinjiang

Cabe preguntarse entonces: ¿por qué tanto interés en Xinjiang? Que pretendamos echar luz sobre un tema tan candente no implica pretender cambiar “una verdad única” por otra tan incuestionable como la primera. Simplemente intentamos abrir nuevas perspectivas para encontrar los puentes de entendimiento que la humanidad necesita para atender sus gravísimos problemas actuales El otro camino es demonizar a China y contribuir a la deriva bélica a la que son tan propicios los ignorantes.

El interés en Xinjiang cobró relevancia cuando desde Occidente se comenzó a hablar de detención masiva en campos de concentración, lo que para el Gobierno chino son centros de reeducación y formación. Su territorio tiene dos particularidades: es frontera con Afganistán y punto nodal del proyecto de la nueva Ruta de la Seda.

A mediados de agosto, France Press reveló que los talibanes dominaban el 85% del territorio de Afganistán y ocupaban la mitad de las ciudades provinciales del país, de donde EE. UU. y la OTAN se retiraron derrotados, como ya lo hizo en su momento la desaparecida URSS. El propio Joe Biden lo ha reconocido: “Ninguna nación ha unificado nunca Afganistán. Ninguna nación. Hay imperios que han ido allí y no lo han conseguido”.

Mientras que buena parte de la prensa occidental insiste en los campos de concentración y en la opresión religiosa, nadie recuerda los contingentes uigures sumados al movimiento talibán ni los casi 5.000 que en la guerra de Siria integran o integraban el ISIS.

Aunque se trata de una ínfima parte de la población uigur involucrada en actos de terrorismo, es un problema para China y sus vecinos Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán. La sumatoria de pobreza, incultura, menor desarrollo y población abrumadoramente musulmana conforman una región propicia para el fundamentalismo violento. Afganistán podría convertirse en una bomba geopolítica y humanitaria capaz de desestabilizar el centro y el sur de Asia. Rusia ya invocó el tratado de cooperación militar con China (OCS) y esta convocó a una delegación talibana de alto nivel.

La fragmentación del ex espacio soviético y el ascenso fulgurante de China, sumado al proyecto de gravitación de China en Euroasia con la nueva Ruta de la Seda, vuelven a otorgar a la región una enorme relevancia estratégica.

La fragmentación del ex espacio soviético y el ascenso fulgurante de China, sumado al proyecto de gravitación de China en Euroasia con la nueva Ruta de la Seda (o Iniciativa de la Franja y la Ruta), vuelven a otorgar a la región una enorme relevancia estratégica.

La derrota sufrida por EE. UU. en Afganistán, la retirada de sus tropas y el consiguiente avance talibán explican tanto la preocupación china por controlar la región como la tentación de EE. UU. de generarle un conflicto en ese territorio, el punto más débil de su frontera en términos de seguridad interior.

Hay además una dimensión económica y estratégica que no puede dejar de ser tenida en cuenta. Xinjiang tiene más de un millón y medio de kilómetros cuadrados —la superficie de Irán—, abarca una sexta parte del territorio chino y es la región más grande del país. Tiene fronteras con ocho de los trece países con los que limita China (Mongolia, Rusia, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Afganistán, Pakistán e India) y es el paso obligado de las rutas comerciales y logísticas que China está desarrollando hacia Asia Central, el Cáucaso y Europa.

Se trata asimismo de una de las mayores regiones agrícolas de China, productora de frutas, cereales, etc. Pero la clave del ataque propagandístico sobre Xinjiang es su capacidad de satisfacer las necesidades energéticas del país, ya que posee petróleo y gas y es rico en minerales (carbón, hierro, níquel, cobre, molibdeno, zinc, cromo y tungsteno), por lo que “estimular” las apetencias independentistas de un sector de la población es una buena manera de complicar a China.

No importa que ello suponga un irresponsable aliento a la creación de nuevos focos terroristas. Pero eso nunca le ha preocupado a un Washington que creó el monstruo de Osama bin Laden, “fogoneó” al ISIS y ahora al movimiento talibán para sus propios intereses.

Conclusiones

La “guerra” planteada con China de la ESN17, el acuerdo chino-europeo en debate y la construcción de un orden mundial pospandemia obligan a analizar varias cuestiones: 1. ¿Es posible imaginar un mundo sin China?; 2. ¿Es posible establecer relaciones estratégicas y económicas entre grandes potencias con sistemas institucionales y políticos diversos?; 3. ¿Es acertado en un mundo diverso pensar en “exportar” un sistema de valores universal y un sistema político como “verdad única”?

Para responderlas debemos reconocer algunos preconceptos instalados en Occidente que suponen limitaciones para construir un orden mundial en paz y estable. Uno es la “superioridad del mundo blanco”. Desde que David Hume proclamó que solo los blancos eran civilizados y las otras razas eran inferiores, ese pensamiento echó raíces profundas. Kant, uno de los grandes pensadores de la cultura occidental, calificaba a la “raza blanca” como “superior”, la más pura y original, y a las demás como bastardas.

Algunos dirán que esa concepción es vetusta, lo cual es cierto. Pero está generalizada y brota constantemente en el pensamiento occidental. Rupert Lowe, exdiputado del partido del Brexit, no dudó en titular una diatriba suya contra China en The Telegraph: “Después del coronavirus, ¿será China bienvenida en las filas del mundo civilizado?”. O sea: hay un mundo civilizado y otros que no lo son. Para Lowe, “la crisis del coronavirus ha dejado en claro que debemos quitar un nombre de esa lista: China”.

El ex primer ministro belga y miembro del Parlamento Europeo, Guy Verhofstadt, tuiteó: “Cualquier firma de los chinos sobre derechos humanos vale menos que el papel sobre el que se escribe”. Cree seguramente que lo que han escrito los europeos y los estadounidenses sobre derechos humanos vale más. Curiosa conclusión de alguien que gobernó el país que protagonizó el genocidio congoleño entre 1885 y 1908, con 10-15 millones de víctimas. Poca memoria de la larga lista de violaciones a los derechos humanos que el entorno cultural euroestadounidense acumula en la historia de los últimos dos siglos.

Sería insensato pensar que hoy es posible una desconexión significativa entre las economías de China y Occidente sin desatar una catástrofe económica de por medio.

Sería insensato pensar que hoy es posible una desconexión significativa entre las economías de China y Occidente sin desatar una catástrofe económica de por medio. Una segunda reflexión es cómo deberían actuar los países occidentales para modificar el exitoso modelo económico chino y desmantelar su régimen político.

Jeremy Goldkorn, periodista editor de SupChina, que vivió allí durante veinte años y muy poco afecto al gobierno de Beijing, reconocía a la BBC que “hemos sobrestimado el atractivo del modelo occidental de la democracia liberal y, al mismo tiempo, hemos infravalorado la capacidad del PCCh: pese a todos los problemas que China tiene y los que se pueda tener con el partido, han probado ser extremadamente competentes gobernando el país”.

Como plantea Dani Rodrik, los acuerdos comerciales y de inversión no van a transformar a China en una economía de mercado ni en una democracia al estilo occidental: “El objetivo, entonces, es tratar de lograr un nuevo régimen mundial que reconozca la diversidad económica y política sin afectar gravemente a los beneficios del comercio y la inversión internacional”.

Ello no significa que Occidente omita el tema de los derechos humanos o políticos. Pero “el objetivo debe ser el respeto y la protección de los propios valores occidentales, más que su exportación”. Esta pretensión de “exportar un modelo” ha sido el reiterado error de nuestra cultura, que se asienta en una concepción totalitaria de juzgar el propio modelo como una “verdad única” que los demás deben adoptar si quieren ser “civilizados”. Ese fue el principio que sustentó la colonización española en América Latina y la ocupación británica en China en las llamadas “guerras del opio”.

En nuestro tiempo, esas visiones desmesuradas deben ser sustituidas por metas más integradoras que tracen puentes entre culturas y, a la vez, salvaguarden los intereses propios de cualquier práctica que pueda socavar derechos humanos, medioambientales, laborales, tecnológicos o de seguridad.
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